blog de Jorge Díaz Martínez

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jueves, 1 de septiembre de 2022

READING TALES FROM THE ALHAMBRA IN THE ALHAMBRA, SACROMONTE GYPSY CAVES AND THE ALBAYZIN


READING TALES FROM THE ALHAMBRA IN THE ALHAMBRA, SACROMONTE GYPSY CAVES AND THE ALBAYZIN 

TALES FROM THE ALHAMBRA
Washington Irving
(First edition in 1832, definitive text in 1851)

Tales from the Alhambra, de Washington Irving, es uno de esos libros que todo el mundo conoce pero nadie ha leído. Cuando digo nadie, digo lectores hispanohablantes, sobre todo españoles, cuyo desconocimiento y desinterés por la literatura anglosajona (me refiero a la clásica, no a las traducciones de Best Sellers) es casi tan natural como a la inversa, la de los angloparlantes para con las letras hispanas. A ello hay que añadir la mala fama de los prosistas románticos y más la de los viajeros ingleses ―aunque Irving era neoyorkino―, a quienes se les achaca una visión en exceso folklórica y costumbrista, redundante en los tópicos del exotismo andaluz. Supongo que ambas circunstancias contribuyen a explicar que no haya leído este clásico hasta ahora. 

Sin embargo, para mí, la obra ha estado siempre presente. En mis primeros años como estudiante universitario en Granada, recuerdo encontrarme varias veces con alguna adusta edición en los pisos de mis amigos extranjeros, no en los de los erasmus, por supuesto, sino en los de los hippies viejos, que en realidad no eran ni tan hippies ni tan viejos, puesto que pagaban alquiler y la mayoría no tendrían más de treinta, edad que por entonces me parecía lejanísima. Su economía de subsistencia, sus trabajos alternativos y sus pintas hacían que los mirara con cierta fascinación, como demostraciones de que otra vida más guay era posible, y ahí, en sus estanterías, estaban esos cuentos icónicos impresos en alguna extravagante lengua europea.

Así pues, como decía, en mis años de universitario, niní, doctorando, sabático y profesor en Granada, de alguna manera, siempre ha estado presente. Era como un titular que podría aplicarse a cualquier superviviente de la urbe. Era un telón de fondo o una música, como los Recuerdos de la Alhambra de Tárrega. Y es que hay libros que modifican el paisaje, las ciudades y tu vida aunque ni siquiera los hayas leído. Tales from the Alhambra es uno de esos libros.

La suma de prejuicios que he mencionado arriba hizo que supusiera que estos cuentos serían algo así como las Leyendas de Bécquer, relatos medievales de muertos y fantasmas. Contrariamente a mis expectativas, es un texto autobiográfico en el que Washington Irving intercala algunos episodios sobre la verdadera historia de la Alhambra.  Su intención no es la de estimular la imaginación del lector, sino al revés, contrastar las fantásticas leyendas populares con los hechos históricos que realmente acontecieron.

La parte historiográfica, aunque pueda resultar más o menos interesante, para mí no lo ha sido tanto como la diarística, en la que el autor relata, de primera mano, sus propias experiencias en Andalucía. Comienza con su viaje a caballo, desde Sevilla a Granada, en compañía de un guía (curiosamente, vasco) y de un príncipe ruso. Este capítulo está contado con más lujo de detalle que sus meses de inquilino en la Alhambra, dentro del propio palacio, viviendo como un sultán. Supongo que esto es así un poco por economía del lenguaje, pero también intuyo que se reserva más de lo que nos cuenta, pero bueno, algunas anécdotas sí que nos cuenta de lo que, efectivamente, al neoyorkino le parecía una vida de cuento.

Cuando Washington Irving llegó a Granada era ya un escritor reconocido, tanto así que sus libros se publicaban a la vez en Londres y Nueva York. Parte de su trabajo consistía en traducir del español, por encargo de sus editores, ciertas crónicas históricas (valga la redundancia), con lo cual, no es extraño que en Tales from the Alhambra, obra surgida de una genuina y espontánea fascinación, combine, como deformación profesional, lo autobiográfico y lo historiográfico. Gracias a su prestigio, durante su estancia en Granada tuvo acceso, nada más y nada menos que a la biblioteca de los jesuitas, un archivo en el que pudo consultar los documentos históricos con los que contrastar las leyendas populares:

«In this old library, I have passed many delightful hours of quiet, undisturbed, literary foraging; for the keys of the doors and bookcases were kindly intrusted to me, and I was left alone, to rummage at my pleasure ― a rare indulgence in these sanctuaries of learning, which too often tantalize the thirsty student with the sight of sealed fountains of knowledge.

In the course of these visits I gleaned a variety of facts concerning historical characters connected with the Alhambra, some of which I here subjoint, trusting they may prove acceptable to the reader. »

Washington Irving llegó a Granada con 46 años y, sin duda, en buen estado físico y anímico, para los palizones que se pegaba y las aventuras que se corría. A mí, que tengo 45, por su forma de escribir, me había parecido treintañero. A ver si se me pega algo. De hecho, para leerlo he seguido una especie de ritual. Me explico. El pasado febrero apunté esta ocurrencia en mi Instagram:

«A veces pienso que los libros debieran ser como las relaciones ―y de alguna manera, en ocasiones muy íntima, lo son―. No empezar una nueva lectura hasta haber concluido la anterior. En mi caso, me temo que padezco una incorregible promiscuidad literaria. 


Escuchar a Beethoven y leer a Irving

una noche de invierno:


Dear Mr. Irving:

It’s raining outside, and I know you were around, not very far from here, two hundred years ago. These narrow streets remember your steps… and very soon it will be Spring again. We Spaniards have softened ourselves a lot, for bad or good, by force. But something still remains: now your writing is the magical mirror of our past. The old quarter sends regards to you. »

Hay libros que se leen del tirón y libros que te acompañan a lo largo de meses o de años. Tengo algunos así. Son amigos discretos, tal y como aconsejaba La Fontaine, lo que no puedo decir de todos mis supuestos amigos de carne y hueso. En fin. Por dónde iba. Ah, sí. Me pasó con Voyage d’une Parisienne à Lhasa, de Alexandra David-Néel, que estuvo nueve meses conmigo, y me ha pasado ahora con Tales from the Alhambra, de Washington Irving, que me ha acompañado medio año. Y aunque algunas noches de invierno he leído un par de páginas en la cama, la mayoría de las veces me ha servido para salir a pasear, porque he querido leerlo en los mismos lugares que inspiraron al autor, aunque sean exactamente los mismos lugares a los que hubiera ido (y voy) a leer cualquier otro libro. Así que algunos días andaba hasta la Alhambra y me sentaba en el bordillo a contemplar las vistas de la Vega y el barrio del Albaicín. Esa vista que tenía ante mis ojos aparecía doscientos años antes descrita en el librito que tenía entre las manos. Os copio aquí un fragmento alusivo, en el que la racionalidad ilustrada casi se deja engatusar por la sensibilidad romántica:

“When one looks upon the fairy traces of the peristyles, and the apparently fragile fretworks of the walls, it is difficult to believe that so much has survived the wear and tear of centuries, the shocks of earthquakes, the violence of war, and the quiet, though not less baneful, pilfering of the tasteful traveller; it is almost sufficient to excuse the popular tradition that the whole is protected by a magic charm. »  

            Otros días, me iba al Mirador de San Nicolás, donde muchas noches los gitanos estaban tocando y bailando como locos, rodeados de turistas, mientras yo leía a mi bola el libro y, cuando levantaba la vista, enfocaba a través de mi miopía los detalles de la Alhambra. Otros días lo he leído en el Mirador de la Ermita de San Miguel Alto. Incluso algunas noches lo he leído en el Huerto del Carlos, mientras algún perro venía y me chupaba la cabeza. Pero, a decir verdad, las más de las veces me he sentado a leerlo en el bordillo del Paseo de los Tristes, a los pies de la Alhambra, a la orilla del Darro. Escuchar el rumor del río Darro y leer a Washington Irving en las noches de verano.



miércoles, 3 de agosto de 2022

Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural. Virginia Mendoza


 Llevo en el bolso Quién te cerrará los ojos, el libro de Virginia Mendoza sobre la despoblación de las zonas rurales. En la terraza del Llévatecafé, en el Albaicín, Emma mira en su móvil anuncios de fincas rústicas. Vemos una tirada de precio, por 25.000€. Y otra con once marjales de aguacates, agua de riego y luz, buen acceso y una caseta de aperos, por 100000€. Como Emma, miles de jóvenes buscan todos los días una parcela en un pueblo, un lugar alejado del mundanal ruido en el que cultivar sus tomates y ganar en autosuficiencia. Pero no son los únicos. Los grandes fondos de inversión también han puesto sus ojos sobre el campo. Las multinacionales agrícolas buscan grandes latifundios en los que implementar sus sistemas de cultivo intensivo haciendo uso de cantidades industriales de pesticidas, herbicidas y quién sabe qué más. Aquellos que viven cerca de sus explotaciones saben bien en qué acaba todo eso, por eso evitan beber el agua de los pozos y a veces ni siquiera la del grifo. La indefensión de los pequeños agricultores y ganaderos, a la vez propietarios y trabajadores de sus fincas, la lucha desigual entre sus sistemas tradicionales de cultivo que se mantienen en equilibrio con el medio y las explotaciones que convierten el campo en una fábrica, un océano de plástico o una macrogranja para llenar los bolsillos de personas que no viven allí ni les importa la contaminación de los acuíferos, la alteración los ecosistemas o la desaparición de culturas centenarias, no es nueva.

El campo sigue siendo ese lugar al que volver, aunque sea de turismo rural, pero la despoblación sigue ganando la partida. En Quien te cerrará los ojos, Virginia Mendoza nos habla de Eugene Smith, el fotógrafo que sorteó la censura franquista para publicar en Life las imágenes de una posguerra mísera y profunda. Nos habla de las novelas de Miguel Delibes y Julio Llamazares, del ensayo de Sergio del Molino. Pero sobre todo nos habla de personas reales, los últimos habitantes de sus pueblos, portadores de dialectos que morirán con ellos. Podemos imaginarla por rincones olvidados de la geografía española, acercándose al umbral de cortijos semiderruidos, llamando a viejas puertas de madera para encontrar la voz de los supervivientes, aquellos que se han quedado, que se han negado a marcharse, y también la de aquellos urbanitas que han querido volver a sus raíces.

Los renglones de este libro me recuerdan a las arterias de un organismo vivo, porque sus episodios, pequeños reportajes literarios, nacen de su convivencia con estos rebeldes empecinados, con la memoria de un tiempo en extinción, con candiles de aceite, establos y gallinas. Algunos solo esperan que, con ellos, desaparezca su pueblo, mientras que otros se empeñan en restaurar sus calles y sus casas. Las historias que nos cuenta Virginia son una pequeña muestra de millones de vidas anónimas cuyas tragedias nunca conoceremos, habitantes que lucharon, trabajaron, se enamoraron perdidamente, tuvieron hijos y esperanzas y duelos, los llamaron incultos, atrasados, analfabetos, expropiaron sus terrenos, inundaron sus pueblos, sus hijos emigraron y el estado los abandonó, los dejó incomunicados, sin correos, sin escuelas ni campanas en la Iglesia. Los capítulos de este libro te pegan un pellizco en el pecho.

“Si la casa es el lugar al que volver, tener pueblo es una versión sentimental de tener casa. Necesitamos la casa del pueblo, la de la abuela y, si no tenemos pueblo, posiblemente echaremos de menos un lugar en el que nunca estuvimos”.

Virginia termina recordándonos a Azarías, el personaje de Los santos inocentes que se orina en las manos para que no se le agrieten con el frío. Virginia nos dice: “La ruptura entre su mundo y el nuestro no solo ocurre en la epidermis: también sucede cuando el Azarías se mea en las manos y unos reaccionamos con asco y otros con indiferencia.” En la terraza del Llévatecafé, yo estoy preocupado por las medusas, esta tarde me bajo a la playa. Clara que me dice que, aunque me parezca raro, el mejor tratamiento para las picaduras es la urea, sí, la propia orina. Por lo visto, no todo está perdido.  

lunes, 1 de agosto de 2022

Vozdevieja, de Elisa Victoria

 

La posición periférica de los cómics en el campo de los géneros narrativos les ha permitido profundizar en zonas alejadas del canon de lo aceptable, lo reconocible y, por usar un término decimonónico, “lo burgués”. Estas áreas incluyen la fantasía, el erotismo, el terror y lo grotesco, en las que ha acabado sacándole bastante ventaja a la literatura “pura”. Mucha de esta libertad autoconcedida hay en la primera novela de Elisa Victoria, Vozdevieja (así, todo junto). Empieza por mostrarnos el placer de la protagonista, Marina, una niña de nueve años, viendo cagar a su abuela, entre otras escenas escatológicas. Otro aspecto tabú, el de la sexualidad infantil, aparece sin tapujos. Es una novela densa, redactada en presente y con una sintaxis a destajo: la mirada directa de la prota. Ambientada en la Sevilla de los noventa, con la resaca de la Expo, están muy bien captados los giros del habla coloquial, con toda su carga emocional. A veces se me ha hecho difícil, precisamente por esa atmósfera asfixiante en la que vive Marina, cuyas mejores vías de escape ante la dependencia infantil, la precaria situación familiar y las constricciones de su psicología (la frustración del amor y del deseo), son los filetes empanados, las escenas sangrientas hurtadas de los cómics y la pornografía. En ocasiones, Marina me ha resultado inverosímil, por la excesiva madurez de algunos de sus diálogos. Poco a poco, consigue transmitirnos, a través de su disgusto, no solamente una crítica social muy pertinente, sino también, o sobre todo, una sensibilidad en la que reconocernos ―y no me refiero a lo gore, eso ya dependerá de los gustos―. En las pausas que he hecho, he notado ese poso de lectura: el mundo de Marina se me había metido dentro, me llamaba para que siguiera tirando del hilo. En definitiva, un libro que a veces puede resultar muy agobiante, otras veces desagrada, otras veces enternece y al final merece la pena. De diez. 

viernes, 11 de febrero de 2022

Breves erizos verdes, de Juan Antonio Bernier. El poeta, el profesor y el niño.

Reseña aparecida hoy en Culturamas: 
Gracias a la gentileza de Jesús Cárdenas.




BREVES ERIZOS VERDES
Juan Antonio Bernier
Ed. Cántico 2020


Puede llevar a engaño la apariencia menor de este librito, cuyo rectángulo cabe en la palma de la mano. El origen incidental de su composición, de ánimo propedéutico, no le ha restado mérito; antes bien, creo que ha contribuido a una sutileza de estilo que, aun siendo característica del autor, alcanza aquí, en contraposición con la profundidad de sus asuntos, esa rara virtud que es ser capaz de hablar y esclarecer de manera sencilla cuestiones complicadas. Dicen que decía Confucio que «en todos los ritos la sencillez es la mejor de las extravagancias»; y es mediante esta exquisita extravagancia que Juan Antonio Bernier logra tocarle la fibra al ser/hecho poético.   

Actualmente, existen en el mercado diversos manuales dedicados al arte de escribir un poema, dirigidos a un público infantil o juvenil, donde se explican algunas técnicas básicas como puedan ser la rima, la métrica o las figuras. Son manuales, por lo general, amenos y, en verdad, necesarios, que no pasan de ser precisamente eso, manuales de escritura. Aquí hablamos de otra cosa. Breves erizos verdes es un texto que, sin prescindir de su orientación moral ―educativa―, no ha perdido tampoco su carácter de obra literaria, en el sentido artístico del término. Se trata, en definitiva, de una obra al margen de los géneros.

Atendiendo a su enfoque, y salvando las distancias, recuerda inmediatamente a las Cartas a un joven poeta, de R. M. Rilke; o incluso, por su temática, a Función de la poesía y función de la crítica, de T. S. Eliot ―sin ser tampoco lo mismo, por supuesto―. Con ambos textos comparte el ánimo de indagar en cuestiones de fondo, como pueden ser el estilo personal, el uso de la ironía ―y de la rima―, el valor de la tradición, la actitud ante el mercado… y un pequeño etcétera, así como la apariencia de estar escritos en prosa. Sin embargo, mientras que las epístolas de Rilke y el tratado de Eliot están, efectivamente, escritos en prosa ―más o menos sesuda, en cada caso― lo que distingue y realza los erizos de Bernier es su reductio ad essentiam, acercándose, a mi juicio, más al texto poético que al prosaico.

 Cada lector encontrará en esta obra sus propios referentes. Por su tono, entre sarcástico y lúdico y didáctico, y por su naturaleza híbrida, a mí me ha recordado, en algunos momentos, a autores como Julio Cortázar y Eduardo Galeano. Una locución muy suelta que parece brotar directamente y que sólo se consigue tras años de ensayar y de ensayar (o de explicar y de explicar). Y es que sucede con no poca frecuencia que algunos grandes artistas aciertan a componer sus obras más celebradas casi sin darse cuenta, en buena parte debido a tener muy interiorizado su arte ―hasta la médula― y en buena parte debido a una de las máximas que enuncian los erizos:


SOBRE EL ESTILO PERSONAL 

Si aquello que hace que tus allegados te estimen no está en tus poemas, serán solo “poemas” en el peor sentido de la palabra. Carecerán de tu encanto, tu “gracia”; vagarán sin identidad.

 

Esta idea se aplica también al librito que ahora comentamos. Y es que, aunque la voz del profesor ―que también es Juan Antonio Bernier― esté presente en ellos, esa voz pedagógica se ha ejecutado aquí como un rasgo de estilo, una voz diferida dirigida no a un público específico sino a un adolescente universal, implícito e implicado en la poesía. Todos hemos fantaseado alguna vez con volver al pasado, pero con el conocimiento ―y la experiencia― que ahora tenemos de la vida. Probablemente, Juan Antonio Bernier le haya escrito este libro a aquel adolescente que alguna vez fue él mismo. El poeta, el profesor y el niño.

Por todo lo anterior ―y por las abundantes coincidencias de estilo―, Breves erizos verdes casi debiera contarse, en mi opinión, entre los libros de poesía del autor. Los libros de aforismos, de hecho, aparecen en las colecciones de poesía. Y aunque, de alguna manera, todo poemario encarne ―o más bien imprima― una poética, lo que tenemos aquí resulta elevado al cubo: metapoesía decantada en poesía. Sin embargo, tampoco es eso: ni aforismos, ni máximas, ni sentencias, ni versos, sino erizos.

 

FINALIDAD DE LA POESÍA

Las palabras se gastan con el uso. La poesía es un intento de crear maneras novedosas, y por ello más eficaces, de volver a decir “te quiero”.

 

            Andando el tiempo, lo previsible ―y deseable― es que vayan apareciendo sucesivas reediciones ―¿ampliadas, tal vez?― de estas breves instrucciones para escribir una poema. De momento, ya se está reimprimiendo. Si mucho no me equivoco, esta cosa llamada Breves erizos verdes (Editorial Cántico) tiene muchas papeletas de convertirse en libro de cabecera de futuras generaciones de poetas, e incluso a algunos de ahora no nos vendría mal releerlo alguna vez. De seguro, la obra irá llamando a sus lectores, sin prisa pero sin pausa, como la tortuga que le gana a la liebre, o como esos erizos que sobreviven gracias a sus rizos. 




miércoles, 8 de junio de 2016

Los allanadores, de Carlos Pardo

 


LOS ALLANADORES
CARLOS PARDO
Pre-Textos, 2015.



El pasado mes de octubre salían a la luz Los allanadores, de Carlos Pardo. Nueve años lo separan de su anterior poemario, durante los cuales el autor ha publicado dos novelas: Vida de Pablo (2011) y El viaje a pie de Johann Sebastian (2015). Este hecho no ha dejado de influir en la poesía de quien afirmaba haber dejado de escribirla para buscar en la narrativa una cierta “intimidad con el mundo”. Tanto es así que sus dos últimas entregas, tanto en prosa como en verso, comparten una misma temática y un juego parecido en la alternancia de series narrativas dispares. Sin embargo, más allá del alargamiento de los poemas y la concatenación de tramas, este comercio de géneros no ha supuesto tampoco un cambio demasiado ostensible en un estilo formado precisamente en una escuela conocida por su sesgo narrativo: la poesía de la experiencia. Lo que sí resulta ostensible es que Carlos Pardo demuestra haber cruzado ya esa línea a partir de la cual un autor no tiene que demostrar nada y puede “soltar la mano”. Nos encontramos ante su mejor poesía, más personal y también más humana, que se aleja de frivolidades para encarar algunos de los grandes y al mismo tiempo mundanos asuntos de la literatura, como el de las relaciones paterno-filiares y su caducidad, problemática que se hace extensiva al contrato social, de pareja y, de paso, a la propia identidad. 
  
La cosa familiar ya se apuntaba en Echado a perder (2007), donde algunos poemas se dirigían hacia la madre o bien hacia el padre, en un tono que anticipa a los actuales. Y también en anteriores ocasiones lo habíamos leído extenderse -aunque no tanto- y ensayar yuxtaposiciones discursivas, como en el poema “Un dos piezas” que cerraba Desvelo sin paisaje (2002). Estas tendencias y algunas otras convergen en Los allanadores, ofreciendo al lector un poemario maduro pero fresco, pues su característico humor ácido tampoco ha desaparecido. Por ende, se refuerza la fusión de coloquialismo y acentuación garcilasiana, de lenguaje corriente y sociolecto intelectual, lo que sumado a la calculada exposición de motivos desencadena un efecto sorpresivo y conmovedor. Como el mismo poeta apunta, se trata de una poética basada en el contrapunto (en “Mis problemas con el judaísmo”). La llamada disonancia (manifiesta en constantes contrastes) solo alcanzaría a ser armónica en función de la muerte, si hablamos de la vida, o merced a la lectura, si hablamos de poesía. Yo añadiría algo que puede parecer obvio, y no es tan fácil: Carlos Pardo traduce el universo de referentes que le son propios sin hacer demasiada distinción entre literarios y extra-literarios. Esta poesía no obedece –o no solo- a una premeditación aséptica, sino a una sociología personal, pero con conciencia estética; circunstancia a la que él se refiere como “disciplina de la desposesión”. A menudo, encontramos matices que solo la complicidad de quien coincida en cierta contingencia cultural puede colegir (es decir, intraducibles no solo por su léxico, sino por su contexto), y ello contribuye a otorgar al poemario ese sabor, con perdón, a autenticidad. 
  
También en esta ocasión, como era de prever, se nos habla desde del filtro descreído de una mirada irónica, una queja burlesca que muestra la disonancia de valores en sociedad, y en poética. En Carlos Pardo la ironía es la pose inconformista de quien necesita encajar en una escena con la que no se termina nunca de estar de acuerdo. Bajo su apariencia lúdica no deja de ser una estrategia para sobrellevar el absurdo, a veces doloroso, de la existencia. 
  
Pero, sin duda, otro de los aciertos de este poemario es haber hecho algo muy raro en nuestra tradición: una poesía política íntima, alejada de proclamas y del estilo llano de la poesía social (aunque, evidentemente, parta de la Generación de los 50). En su monólogo interior, Carlos Pardo recurre a un mismo tono incómodo ya nos hable de su familia, de su desencanto social o de etimología, y nos acerca así a una vivencia en la que podemos reconocernos, no porque sea la nuestra, sino porque logra representar, es decir: ser interior, como la nuestra.

sábado, 18 de mayo de 2013

El tiempo de Abraham Gragera


Reseña publicada en: http://www.culturamas.es/blog/2013/05/14/el-tiempo-menos-solo/



El tiempo menos solo
Abraham Gragera
Pre-Textos, 2012.



La primera consecuencia de la reciente publicación de El tiempo menos solo, de Abraham Gragera, es que su anterior entrega, Adiós a la época de los grandes caracteres, ha pasado de pronto a convertirse casi en un poemario de juventud –aunque de una juventud que muchos envidiarían. Pues a pesar de que este nuevo título viene a confirmar las altas expectativas levantadas por su primera publicación, y a pesar de que reconocemos también su tono personal, ahora Gragera parece haber querido llevarse la contraria entregando una obra que recuerda la aspiración a la gran poesía, a la construcción de un discurso de profundas raíces en la historia, en la poiesis. La tradición grecolatina, la judeocristiana, los lugares comunes de la antigua literatura castellana, junto a la literatura moderna y la disposición elocutiva –tan escéptica, tan irónica y fragmentada- de un sujeto posmoderno vienen a fraguar este intento –a mi parecer, logrado- de forjar un discurso equidistante de aquellos puntos eliotianos de referencia, lo temporal y lo intemporal, que constituyen una tradición. Esto solo es posible gracias a que el autor ha decidido escribir su poemario pensando en un lector que se parece mucho a él; un ejercicio de honestidad y riesgo -dado que pocos lectores compartirán sus claves- que no podemos sino agradecer.


La lectura se abre con una anónima dedicatoria, seguida de una cita de Tagore que recuerda a aquella otra famosa de Pessoa (“tengo en mí todos los sueños del mundo”) pero con un matiz “cuántico”: el de la simultaneidad de lo no-acaecido (“yo llevo en mi mundo en flor los mundos todos que fracasaron”) para a continuación ofrecer un primer verso que nos sitúa ya ante el tono general de este libreto: una épica irónica, carente de todo epós heroico, una textura de continuos sentidos solapados y contrapuestos donde la focalización hacia el origen se realiza con el ánimo revisionista de quien desde la incredulidad más afilada pone en cuestión incluso el soporte mismo (y mítico) de la creación -en el principio era el Verbo- y de la poesía: “Pero también perdimos la palabra”. Así pues, nada más paradójico que cuestionar el propio género poético desde un poema, y no es otro el ejercicio que Gragera realiza a lo largo de estas páginas, empezando por este “Los años mudos” en el que quizá podríamos leer también una crítica velada a algunas prácticas concretas: “Me pregunto por qué pasó de largo la poesía/ frente a nuestros intentos de adquirir dominio público, y nos dejó de este modo, imaginando/ con tanta imprecisión tragedias generalmente aceptadas, por los que sufren y por los que persiguen/ transformar sus asuntos en ejemplos.”


Este mirar de reojo hacia adelante y atrás al mismo tiempo (“Porque en nuestro futuro no hay memoria/ y somos el futuro de todo lo que está a nuestras espaldas.”) se reproduce técnicamente mediante un juego de continuos encabalgamientos semánticos, verdadera disrupción contradictoria del sentido:


por qué no basta

el simple amor porque las cosas sean

incapaces de aceptar el yugo


Otra forma de solapamiento encontramos también en el nivel métrico. Veamos, por ejemplo, cómo en el poema “Diciembre” los largos versículos se sostienen en el módulo rítmico dolce (es decir, son susceptibles de dividirse, en general, en heptasílabos o endecasílabos) y cómo en su primera estrofa dos potenciales unidades métricas vienen a competir por un mismo acento:


De esta última luz, sus lugares comunes, de cómo nos sorprende todavía tomando decisiones para pertenecer, cómo acostumbra a devolver su carga de dolor a cada gesto, sus lugares de origen, hemos hablado tanto


Donde el acento en “carga” está doblemente cargado de un posible acento de décima para el sáfico “como acostumbra a devolver su carga”, y de otro posible acento de segunda para el heroico “su carga de dolor a cada gesto”, con lo que efectivamente en este punto la música se ralentiza o satura con el peso de ambos, y podríamos interpretar también que con el peso de ese “dolor de cada gesto” (forma), esos “lugares de origen” (tópicos), y ese “hemos hablado tanto” (tradición).


Especialmente lograda me parece la serie dedicada a “La oveja”, motivo inexcusable, pero anecdótico, periférico, del género bucólico clásico, del locus amoenus paradigma del amor platónico, convertida, no sin guasa -en lo que Bajtin llamaría una inversión carnavalesca- aquí en el centro de miras. No he podido evitar recordar aquel episodio woodyalleniano en el que Gene Wilder se enamora de una oveja.


Tampoco falta la reflexión sobre la fractura romántica entre representación y subjetividad que tan presente sigue en ciertos debates poéticos actuales: “quizá no sea tan solo una cuestión romántica; después de todo, por qué no habríamos de soñar tal vez/ con todo el mundo, el ancho mundo conocido repleto de desconocidos capaces de sentir la más elemental añoranza,” Si bien el sentido de este texto también puede tomarse en referencia a la cita inicial que comentábamos: “cómo recibirán a los que mueren los que nunca llegaron a nacer, los que no hayan nacido cuando todo muera; quizá no sea tan solo una cuestión romántica;” y lo más probable es que no haya necesidad de elegir entre diferentes interpretaciones, sino plegarse a su simultaneidad.


En algunos momentos parece apoyarse en los hombros del último Juan Ramón, como en “Todo en tu dentro,/ detrás del dentro tú/ de cada cosa.” o en “Que todo lo que existe tiene un nombre para cada cosa que existe y existimos, porque las cosas saben cada nombre/ que cada una de ellas nos ha dado.” Y hallamos también algún guiño evidente a T. S. Eliot, pero la mayor parte de las influencias de Gragera aparecen diluidas, incorporadas a la voz de quien ha sabido asimilarlas y hacerlas parte de su propia poesía, si bien -y esto es solo una impresión personal- el tono de pasajes concretos me recuerda al de algunos poetas contemporáneos, como Carlos Pardo o Juan Carlos Reche, cuya vinculación literaria y de amistad con Gragera es de sobra conocida.


Y habría mucho más que decir, pero no es este el lugar para un análisis exhaustivo. En conjunto, esta extraña textura, sublime y subliminal, como un juego barroco de claroscuros, donde se cita a Polifemo y a Rembrandt, pero también a Bach, junto a Ulises o a Job, sin abusar del academicismo ni caer en el culturalismo, sino tendiendo más bien a un conceptismo elegante y aliterado -aunque a veces le dé también una vuelta a la tuerca gongorina: “parece que la noche toda es boca”- abundante en paradojas encabalgadas, pero que busca también el equilibrio –un equilibrio impostado, voluntariamente forzado para subrayar su artificiosidad-, mediante la regularidad compositiva de muchos poemas centrales, como el titulado, en grandes caracteres: “La poesía”, o la anacrónica sextina “Los insomnes” que concluye estas páginas con una muestra más de lo que Dubois denomina “el refuerzo de los marcos formales”, ese recurso típicamente manierista donde el juego por el juego lingüístico mismo no consiste en una mera demostración de ingenio, sino en el alejamiento de lo unívoco o absoluto mediante una puesta de relieve de los relieves, es decir, mediante la multiplicación de los sentidos, la repetición, lo ambiguo, lo sensorial, lo difuso. Citaré uno de mis versos favoritos: “la persona se nos fue adhiriendo al rostro.”    



jueves, 7 de marzo de 2013

"¿Las lecturas del poeta o la métrica de Barcelona?" Transbordo, por Eduardo Chivite



Ayer apareció en Culturamas una reseña más de Transbordo. Poemas del metro de Barcelona, por Eduardo Chivite. Gracias de nuevo, Eduardo. Podéis leerla aquí. O aquí mismo:


Jorge Díaz Martínez
Transbordo
Poemas del metro de Barcelona
(La Garúa Libros, 2012)

Por Eduardo Chivite Tortosa

La Garúa Libros es una editorial independiente de Barcelona comprometida con la poesía de calidad y la joven poesía. Es suficiente echar un vistazo a su catálogo para comprobarlo y descubrir en él nombres de resonancia nacional y traducciones de reputados autores de un interés excepcional para el lector actual de poesía. Joan de la Vega, director de la editorial, la fundó en 2004 y después de dos años de descanso vuelve con Jean-Michael Maulpoix, Jorge Díaz y Sara Herrera. En el actual panorama esta editorial se visualiza como la heredera espiritual de DVD Ediciones, contando con el beneplácito y la amistad de Sergio Gaspar. Si todo esto no bastara, hemos de añadir la calidad y el buen gusto de sus cuidadas ediciones.
Jorge Díaz Martínez (1977) inicia su formación poética en Córdoba y Granada, participando activamente de sus ámbitos culturales y bebiendo poéticamente de diferentes influencias en aquellos años de “amistad y aprendizaje”, como él mismo afirma. La voz de sus amigos poetas, las lecturas comunes, los mismos maestros, pueden verse o leerse en su poética. Y es que Jorge Díaz Martínez pertenece con todo derecho a esa generación de poetas que hoy por hoy son una realidad consolidada. Juan Andrés García Román, Juan Antonio Bernier, Rafael Espejo, entre muchos otros, por citar solo algunos de los que aparecen destacados en las dedicatorias del libro. Su trayectoria poética habla por sí misma, en 2005 ve la luz su primer libro, La piel de la memoria, que se publica en la editorial Visor y mereció el Premio de Poesía Vicente Núñez, y su segundo libro Almizcle y tabaco (2006) fue editado por Pre-Textos, obteniendo el Premio de Poesía Arcipreste de Hita. 
Este libro, texto, textura, tejido, entresijo, artefacto, donde cada poema o cada verso parece remitir a una lectura personal y concreta, “a la maniera de”, nos extraña y sorprende. Esta dificultad añadida contrasta con una “factura de aparente sencillez, pero de entramado estético ambicioso”, afirma en su reseña Agustín García Calvo. Sencillez que ya algunos críticos han catalogado de minimalista, pero otros más acertadamente de “palabras pequeñas”. Importante peligro este a la hora de juzgar o de leer el libro. El transbordo, metáfora del viaje, remite aquí en realidad al discurso de retroalimentación del arte, a la intertextualidad, las voces ocultas detrás de cada poema. No es un viaje interior, ni un viaje a los infiernos, ni nos habla del metro de Barcelona. Es un viaje por las lecturas, las lecturas del metro de Barcelona, de lospoemas quizás escritos en el metro de Barcelona. El poeta lo dice: “¿Cuántas veces, leyendo, no nos hemos saltado la salida, no nos ha devuelto el iris una forma distinta a la esperada?” El primer poema del libro nos devuelve la mirada a modo de poética, una poética compleja, donde nos anuncia curiosamente algunas intenciones. Poema programático del libro que se diferencia intencionadamente por estar escrito en prosa. “El verbo es una caverna” platónica, el logos un trayecto —dice—, las sombras, las luces: “Al volver, apresurado, a la luz, el viajero puede sentir molestias en los ojos”. Se puede notar al poeta inmerso en su lectura, levantar con dejadez el rostro, fruncir los ojos por la luz, la necesidad de enfocar por culpa de su miopía (“Donde miopía / puede leerse usura”) y ver, ver una imagen, un momento, un detalle, quizá sin importancia, pero ver, ver de verdad, como miran los poetas. Juan Andrés García Román en la contraportada del libro nos lo dice: “que recorre la oscuridad (memoria) lleno de ventanas (imágenes)”. Ana M. Caballero lo intuye cuando afirma: “Los poemas de Díaz se detienen en las paradas de Diagonal, Verdaguer, Sants Estació, Drassanes, el Liceu…”. Excusa esta, que en una lectura light la lleva a reseñar el libro tal si se tratase de un poemario temático que recorre paradas, como un transbordo vital Córdoba-Barcelona-Dalián (“Tengo escalas en Frankfurt y en Beijing”). El poeta levanta el rostro y ve el mundo, como en el mito platónico, pero entonces se vuelve a sus sombras o lee de nuevo; lee ahora carteles con nombres de lugares, lugares-lectura, de no-lugares, utopías… Y nosotros leemos poemas con nombres de ¿lugares? Barcelona, la ciudad como tópico de la literatura, como espacio del poema, “la ciudad que sirve de escenario”, cualquier ciudad, como si Jorge Díaz fuese en el metro leyendo a Fonollosa. Y es que este libro juega a llevarnos inmersos, ensimismados, como viajeros subterráneos, y cuando el poema termina, no termina, como un “no llegar o llegar de otra manera” (J.A. García Román), “de forma distinta a la esperada”, translación espacio-temporal (A. García Clavo), transbordándonos de hoja en hoja (“Perdí de vista la mano que me pasaba las hojas”). De hecho, muchos poemas quedan abiertos, truncados, con un final “distinto”, como el que vuelve a la lectura o se da cuenta de que aún no ha llegado su parada: “Eres zumo de limón. / Y la palabra des- / caro”, “(terco según / y argumentar)”, “Quiero decir, de momento”. 
Pero el juego verbal no termina, solo está empezando, la polisemia del lenguaje es un factor metapoético importante en este libro, que tiene por subtítulo Poemas del metro de Barcelona. Pepito Morán en un vídeo-creación resultado de la lectura de esta obra, abre la suya con la definición de “metro”, en un guiño con Jorge Díaz que termina su obra con la definición, según el DRAE, de transbordar (2ª acepción) “trasladar personas […] de un tren a otro” y la palabra metáfora, “traslación”. Trasladar lectores de un poema a otro, leer poemas de una estación a otra… Pero Morán olvida la homonimia entre “metro” y “metro”: medida, métrica, ritmo (“Las escaleras mecánicas / a veces me parecen musicales”). ¿Las lecturas del poeta o la métrica de Barcelona? Metapoesía, niveles de lectura, intertextualidad, voces-estilos-referencias internas (“Lo reconozco: copio”). No nos llamemos a engaño, este libro es una máquina de precisión, de lenguaje engrasado, una red de túneles, de comunicación, un tejido complejo, subterráneo, una forma de mirar, de leer, que, por otro lado, no olvida la vida, las vivencias personales, y nos permite ver al poeta leyendo en el metro, pasear por las Ramblas, fijarse en algo, pensar en el futuro, ir en bicicleta, al mismo tiempo. No en balde, Jorge Díaz es poeta, pero también es doctorando en Teoría de la Literatura y de las Artes y Literatura Comparada por la Universidad de Granada, y se le nota. 
Consciente de ello, define el libro como “tándem”, entre él y el ilustrador, su hermano Pablo Diartínez (nombre artístico), cuyas ilustraciones dialogan con los versos y la poética del autor. Por hablar solo de algunos ejemplos, especialmente significativos me parecen Arterias (p.7), donde se ve un iris azul y las líneas del metro (red de túneles), y Yo estuve aquí (p.65), que reproduce en un ejercicio de simulación el poema “Catalunya”, que termina: “Yo estuve aquí. / He vivido. / Jorge Díaz”, del mismo modo que al pie de la ilustración-pintada podemos ver “PDM” (Pablo Díaz Martínez). Genial lectura del ilustrador, Verbo/caverna(p.57): logos-Platón, túnel-oscuridad, cielo-grafía.
Me gustaría comentar, en el sentido de esta doblez experiencia vital-experiencia metaliteraria (el consabido binomio “vida-poesía”), al menos un poema que se titula “Cubeta”, donde los ecos, la musicalidad y las imágenes nos recuerdan a Bernier (“sus tradiciones pasan por ventriloquía”), a quien se le dedica, también a modo de guiño, de diálogo. Poema, que como todo buen poema, puede leerse de muchas maneras, pero en este libro Jorge Díaz se extralimita para bien, pero no sin peligro. Los poemas están llenos de “gaps”, de huecos, de lagunas… Término que se usa en teatro para hablar de los vacios del personaje literario que el actor debe llenar con partes de sí mismo. En este libro ocurre algo similar. El poeta nos ha dejado pequeños fotogramas seleccionados de una tarde o de un momento, imágenes con un halo nebuloso de super-8, yuxtaposiciones, silencios, no-lugares donde habitar el poema, donde completarlo. Bien aprendida tiene la idea de que el sentido final del poema es cosa que en última instancia compete al lector (Teoría de la Recepción). Ahora, si se pasa o si no llega es cosa que deben juzgar los lectores, pero nadie podrá negar la maestría, ni el atrevimiento. Este poema, como decía, puede entenderse, por ejemplo, como una tarde de playa o como un momento en el metro (“suelo adherente / de envoltorios y vidrios”) leyendo un poema —quizás del último libro de Bernier—, donde hable de medusas o del mar; quizás un charco en el suelo del metro o en el andén de la estación lleve la mente del poeta a un recuerdo reciente: la playa en Barcelona, una cubeta, él bajo el agua cubierto por la luz contemplando una medusa… Quizá todo sea ficción bien ensamblada. Pero podemos ver la luz a ratos llenando la oscuridad de los túneles o atravesando el agua. Alguien que le mira. “La música encharcada”, la soledad sonora… lo que oye, lo que ve, como antes, en otro poema, “los cascos y lectores”. El tema de la soledad en medio de la gente, de la gran urbe, del mundo subterráneo, que nos indica Agustín García Calvo en su reseña. Dos opciones de lectura y múltiples opciones más. Como una broma escrita con ánimo de que yo pueda terminar esta reseña, concluye el poema: “a) El aire comprimido. / b) Una pala de plástico”.

Eduardo Chivite Tortosa
Prof. de Literatura Dramática de la ESAD de Sevilla




sábado, 23 de febrero de 2013

La intimidad era esto ("Transbordo", por Elvira Ramos)



Y una reseña más de Transbordo. Poemas del metro de Barcelona, esta vez por mi querida amiga Elvira Ramos. Creo que no ha sido muy objetiva. Podéis leerla en Ronda Somontano. O a continuación:



La intimidad era esto.

por ELVIRA RAMOS

Siempre, o a veces, que nos preguntamos qué es la vida se nos llena la boca de largas parrafadas metaliterarias que no hacen sino confirmar la frase manida pero tan cierta de “la vida es lo que pasa mientras creemos que vivimos”.
Esa sería la tesis defendida por Jorge Díaz en su libro TransbordoPoemas del metro de Barcelona. En él nos recuerda la importancia de reconocernos en los pequeños detalles, en las músicas e incluso ruidos que acontecen a nuestro alrededor.
Tiene Jorge, creo que siempre lo ha tenido, aún cuando ni él lo tenía tan claro, y a la relectura del personal y preciosista Almizcle y Tabaco (Pre-textos, 2006), con “versos” como éste: “Tiene dieciocho años,/sus rastas son rubias como la miel,/ siempre anda descalza”, un yo poético exquisito y pequeño, detallista, una formalidad vanguardista que nos recuerda a aquellos locos de la sonoridad de la poesía de finales del XIX y principios del XX. Como si en su vida poética conviviera con aquella “libélula vaga de una vaga ilusión”.
Sin embargo, para comprender dónde radica lo exquisito de este libro, debemos saber que lo que pretende es enriquecer al concepto literario por medio de la omisión de conjunciones. Pero con esta licencia no consigue alejar al público de su poesía, sino más bien, permite que de nuevo nos reconozcamos en cada uno de los rincones del metro de Barcelona, en el que la vida pasa en las mismas formas que en cualquier otra ciudad.
De manera inteligente, nos va llevando por las líneas del suburbano como quien queda con nosotros en cualquier andén de una estación, solo para charlar, porque hay conversaciones que sólo se pueden mantener si sabes que no tienes un destino, que tienes todo el tiempo del mundo, que de hecho, con Jorge Díaz, podríamos tomar el circular solo para disfrutar de las vidas que pasan cuando nosotros pasamos por ellas.
Una sonoridad, la de este poemario, que huele a café por las mañanas, que suena a raíles y vagones frenando, a respiraciones jadeantes de los que llegan tarde o pronto, según se mire, a miradas lejanas y furtivas, a la que siempre toma el mismo tren que tú, desde hace cinco años, pero aún no sabes su nombre.
No es difícil encontrar algo de nosotros mismos en los poemas de Transbordo, porque todos vamos siempre de paso hacia algún sitio.
Además, y en otro orden de cosas, la metáfora de la vida no es sino una realidad cuando nos encontramos solos ante ella. Menos mal que contamos con la palabra como billete de acceso, y con la poesía, como recurso de espera, cuando el tren se retrasa.

viernes, 15 de febrero de 2013

Transbordo en México



Hace unos días apareció en el Periódico de Poesía de la UNAM esta reseña de Transbordo. Poemas del metro de Barcelona, por Andreu Navarro. Os dejo aquí en enlace:  De nuevo es un poeta adaluz quien viene a publicar...

 

lunes, 24 de diciembre de 2012

POR QUÉ VOLVER A LEER "PASEO DE LOS TRISTES", de Javier Egea


 POR QUÉ VOLVER A LEER PASEO DE LOS TRISTES

Egea, Javier.
Paseo de los Tristes.
Point de Lunettes, 2010.

Por Jorge Díaz Martínez

La editorial sevillana Point de Lunettes ha tenido el acierto de reeditar un título emblemático para la poesía española de los ochenta y, cabría decir, una clave esencial para comprender buena parte de la poesía escrita desde entonces en nuestro país. La nueva edición de Paseo de los tristes, de Javier Egea, se terminó de imprimir el pasado 27 de marzo de 2010 con una tirada de mil ejemplares que al cabo de tres meses ya se encontraba agotada. 

El prólogo corre a cuenta de Antonio Sánchez Trigueros, quien nos facilita, a partir de diferentes ángulos, un marco de lectura muy completo que abarca desde la aparición del poemario en 1982, cuando resultara ganador del Premio Juan Ramón Jiménez, hasta aspectos tan significativos como la composición del jurado, la ascendencia ideológica del libro o la acogida crítica que mereció a través de las varias reseñas que se fueron publicando durante los meses siguientes.

Al volver a leer Paseo de los tristes, una ligera sensación de aire de familia se transforma pronto en la certeza de estar volviendo a leer cuatrocientos poemarios en uno. Dicho de otra manera, nos parece estar ante algo así como la madre de todos los poemarios. Sin necesidad de insistir demasiado sobre la huella que La otra sentimentalidad primero, y la Poesía de la experiencia después, dejaron sobre los autores posteriores y, por ende, también sobre los actuales, creo que se entenderá lo apropiado de la imagen. 

Ahora bien, sabemos que cada vez que una fórmula es reproducida por un nutrido grupo de copistas, sucede que aquello que en principio resultara genuino, ingenioso o genial, acaba sin remedio en una escritura torpe, alienada o serializada. No debemos lamentarnos: es un mal necesario o, mejor dicho, inevitable. Incluso puede que sirva de reactivo, impulsando, al igual el abono, nuevos florecimientos.

La situación, que fue señalada con acritud desde numerosas instancias ya a mediados de los noventa, debería entenderse hoy por hoy, desde un punto de vista sistémico, como un mecanismo intrínseco a la instauración de nuevos paradigmas estéticos dentro de una tradición, una fase de expansión que daría pronto lugar a un estadio de deterioro, según la dinámica de los sistemas literarios modernos. 

¿De qué nos sirve entonces, ahora, volver a leer Paseo de los tristes? Nos sirve, precisamente ahora, para volver justo al principio. Y no como una estampa de melancolía, sino para tomar justa conciencia de la significación del término clásico en su propio sentido, o de canon. Nos sirve para reconocer la fuente, el agua de la que han bebido tantos otros que nosotros, luego, hemos leído. Nos sirve para acotar un centro fundamental del repertorio (Even Zohar) de una tradición. Una toma de conciencia viva, ésta, que lo será más, si cabe, para quienes durante las últimas décadas han venido leyendo la poesía que se ha escrito en España desde aquel 1982.

Y para retomar un poco la reflexión teórica que daba pie a sus versos y agitaba también los de otros muchos escritores de su generación. Una teoría poética que posteriormente sería desarrollada, explicitada y pormenorizada, a lo largo de los ochenta y noventa, en diversos manifiestos, prólogos, artículos y ensayos, bien por los propios autores de lo que empezó llamándose La otra sentimentalidad (labor en la que destacó particularmente Luis García Montero), o bien por una multitud de poetas y estudiosos que se posicionaban, y aún se posicionan, a favor o en contra de lo que se llamó Poesía de la experiencia

La herencia de ese debate, que ya apuntando hacia la segunda década del s.XXI sigue moviendo el molino, la encontraríamos, por ejemplo, en la acuñación de nuevos marbetes críticos, como el reciente de Poesía de la Normalidad (utilizado por Vicente Luis Mora y Agustín Fernández Mallo), un término que, si bien podría aplicarse, tal y como ha sido expuesto por sus ideadores, a un volumen considerable de lo publicado en España de unos años a esta parte, no alcanzaría, en cambio, a la producción inicial de los autores de la escuela granadina.

Es bien sabido, y así nos lo recuerda Sánchez Trigueros en su prólogo, que la clave del pensamiento poético del citado grupo debe buscarse en la figura del profesor de la Universidad de Granada Juan Carlos Rodríguez Gómez. Por ende, Trigueros señala también, sirviéndose de los planteamientos de la Estética de la Recepción, hacia la influencia de Rodríguez Gómez no ya sobre la poesía de Egea, sino sobre la lectura que de esa poesía se hizo, tomando en consideración que “muchos lectores dicen que un libro es lo que un lector cualificado ha dicho que es.”

No es este, desde luego, el lugar adecuado para pormenorizar acerca del pensamiento poético del profesor Juan Carlos Rodríguez y su docencia sobre los creadores de La otra sentimentalidad. Acotaremos, no obstante, su raigambre en la crítica marxista de Gramsci, Althuser o Kristeva. Parafraseando al propio Rodríguez, la operación transformativa de la historia literaria moderna pasaría de considerar a la poesía como la expresión de un espíritu (romántico), a la elaboración de una razón (ilustrada), para finalmente terminar por descubrirse a sí misma en forma de producción ideológica (Marx y Freud). 

De alguna manera, estas nociones funcionaron como una base teórica que apoyaba, guiaba o justificaba la legislación estética del grupo granadino. A partir de una consideración de la poesía, no ya como la obra de un espíritu (individual, nacional o de época) o una razón (burguesa), sino como la manifestación de una ideología (materialista, histórica), se explicaría, por ejemplo, la construcción de un sujeto lírico ficticio, posicionado y comprometido ante esa o gracias a esa conciencia histórica, así como una escritura orientada, no tanto desde el yo, sino hacia el nosotros (objetivación del sujeto lírico).

Como decía, se han argüido múltiples críticas ante dichos parámetros durante los últimos veinte años aproximadamente. Algunas de ellas vienen de parte de los propios miembros de La otra sentimentalidad, que en textos más maduros recuerdan que no habría contradicción entre sujeto (propietario, al menos, de razón) y producción ideológica, ya que la ideología necesitaría siempre de un sujeto en que asentarse, de la misma manera que no sería posible un sujeto sin ideología. Así, Luis García Montero dirá que “los sentimientos públicos y las ideologías sólo existen cuando se plasman en unos ojos.”[1]
 
Pero regresemos a Paseo de los tristes. Vale la pena volver a leer un poemario fraguado al calor de unas ilusiones -las de aquella reciente democracia y aquella sociedad todavía en pleno encantamiento- comprometidas con su tiempo y, sobre todo, con la poesía. Vale la pena leer unas composiciones que todavía le seguían buscando el sentido a una cierta idea de la literatura, cuando en el calendario empezaba ya a marcarse el principio del fin de un siglo empeñado en acabar de una vez por todas con la cultura, para sustituirla por la lógica de mercado. Vale la pena porque Egea todavía creía en su escritura y, si dejamos aparte exégesis históricas y nos quedamos, sólo por unos minutos, a solas con los poemas, no podremos dejar de notarlo.    

[1] En su poética para: J. C. Mainer (ed.) El último tercio de siglo (1968-1998), Madrid, Visor, 1999. Pp: 664, 665.

domingo, 21 de octubre de 2012

A propósito de "Ruido blanco", de Raúl Quinto




Reseña aparecida en Culturamas

DE POESÍA Y NARRATIVA. A PROPÓSITO DE RUIDO BLANCO, DE RAÚL QUINTO


Ruido blanco 
Raúl Quinto
La Bella Varsovia, 2012.


Me interesa hablaros de Ruido blancoel último poemario de Raúl Quinto, debido a dos cuestiones, principalmente. La primera es la periódica necesidad que manifiestan sucesivas promociones de poetas de encontrar nuevas formas de escritura poética ante el hartazgo de un tono lírico que se considera obsoleto. Se trata de la famosa prerrogativa rimbaudiana según la cual un artista ha de ser “absolutamente moderno”. Ni que decir tiene que el mismo ánimo impulsa a numerosos autores actuales. El cansancio ante el típico libro de poemas empuja a estos creadores a buscar una alternativa capaz de renovar el género, capaz de hallar esa forma “absolutamente moderna”. El término forma comporta cierta incomodidad, pues sabemos que la dicotomía entre fondo y forma resulta teóricamente insostenible. No obstante, la distinción puede seguir resultándonos útil para cierto nivel de análisis. Es evidente, y en algunos casos explícito, que muchos de estos intentos de renovación poética han recurrido a la incorporación de universos semánticos poco frecuentes en la tradición de la poesía castellana. Sin embargo, esta operación no constituiría por sí misma una renovación poética. Pensemos, por ejemplo, en un libro como El tamaño del universo, de Ángela Vallvey, dedicado al ámbito científico, a la física y la astronomía, desde una perspectiva histórica, a lo largo de una serie de poemas compuestos claramente según el patrón de la poesía de la experiencia. Este libro, de estructura lineal, casi didáctica, puede resultar muy hermoso, y en mi opinión lo es, pero en cuanto a innovación literaria su aportación se limita a la de una “temática extraña”. Así pues, el aspecto fundamental de los intentos de renovación poética acaecidos en los últimos años tendría que ver –como siempre- con la técnica literaria propiamente dicha. Creo que el primer gran libro en este sentido, para la última promoción de autores que ha querido diferenciarse tajantemente de la poesía de los ochenta, fue Las afueras, de Pablo García Casado. En esta “oposición” tendrían cabida numerosas escuelas y autores, por supuesto, entre las que podemos citar propuestas tan diferentes como las de Agustín Fernández MalloDavid González o Antonio Orihuela, por citar solamente algunos nombres muy conocidos. Pues bien, a este empeño creo que podemos sumar la reciente publicación de Raúl Quinto, Ruido Blanco. Si en sus anteriores entregas, La piel del vigilante y La flor de la tortura, dedicadas a temáticas relativamente novedosas dentro de la poesía española -como el universo de los cómics de superhéroes- sus poemas no terminaban de despegarse de los procedimientos habituales dentro la poesía figurativa de los ochenta, en este último poemario, en cambio, la distancia es ya manifiesta.

Había comenzado mencionando dos cuestiones. La segunda de ellas se refiere al hecho de que muchas de estas tentativas de renovación de la poesía actual, sin estar en la mayoría de los casos vinculadas en origen, pueden tener en común algo más que el deseo de superación de los cauces pretéritos. El discurso de la narrativa, al contrario que el de buena parte de la poesía española, ha sabido avanzar con el curso de los años, incorporando técnicas que lo acercan a eso que se suele denominar como la “sensibilidad de nuestro tiempo”, tal vez debido no tanto a su estrecha relación con el mercado y un público general -con las consecuencia de prosa comercial que todos conocemos- como por una paradójica contrapartida que otorgaría a unos pocos autores mayor libertad creativa y desinhibición a la hora de romper moldes preestablecidos. En cambio, el pequeño redil de la poesía ha permanecido hasta cierto punto hermético, ha tendido a cerrarse sobre sí mismo, a la reelaboración de sus temas y tópicos, apenas disimulados bajo una capa de pintura léxica –con la salvedad, por supuesto, de unas cuantas honrosas excepciones. Pues bien, lo que guardarían en común buena parte de las varias propuestas de poética acaecidas en los últimos años puede consistir precisamente en su importación de recursos provenientes de la narrativa. Cuando leemos, por ejemplo, los programas de “poética” de Pablo García Casado, no es difícil encontrar que muchas de sus preocupaciones, como la introducción de puntos de vista excéntricos y voces de personajes que lo alejen del “ego romántico”, coinciden con los aspectos técnicos que normalmente preocuparían a un narrador. En el caso de Agustín Fernández Mallo, se trata precisamente del abanderado de la última “generación” de la narrativa española, denominada mediáticamente generación nocilla. En cuando a David González, la diferencia entre sus impactantes relatos y sus dramáticos poemas, parece residir en ocasiones en la mera disposición gráfica. Y en lo tocante a Raúl Quinto, se ha revelado también recientemente como un escritor anfibio publicando un deslumbrante ensayo narrativo, Idioteca, con el que Ruido blanco guarda cierta similitud composicional y estilística, hasta el punto de que muchas veces es difícil decidir, en ambas obras, qué hace de algunos fragmentos textos de poesía o de prosa. Y quizá esta incapacidad de diferenciación genérica de algunas secciones dentro de un mismo texto literario pueda leerse –aunque no siempre- como una suerte de sublimidad. Lo mismo nos sucede ante un poemario tan diferente al que ahora comentamos como es La adoración, de Juan Andrés García Román. Pero, sin duda, esta característica ha estado presente a lo largo de toda la historia literaria. Cualquiera puede recordar la experiencia de haber pasado por algún fragmento de obras narrativas que le resultara especialmente poético –como, por citar un ejemplo arquetípico, el “capítulo 7” de Rayuela-, y algo parecido ocurre, asimismo, a la inversa.

Esto no significa que no se den también propuestas poéticas entre los jóvenes autores que busquen esa diferenciación y esa voz propia mediante otros medios. En concreto, la promoción de poetas que se encuentra actualmente en la veintena parece hacer uso de otros procedimientos y escribir desde otros referentes. Pero sí creo que buena parte de las alternativas surgidas hasta el momento son susceptibles de entenderse desde este punto de vista, es decir, desde su relación con la narrativa, algo que no sería ajeno, por supuesto, ni siquiera a la propia poesía de la experiencia, lo cual plantearía el problema de los diferentes tipos de trasvases de técnicas narrativas por parte de las distintas escuelas de poesía, o más allá todavía, qué hace de ciertos procedimientos recursos típicamente narrativos, cuando han formado parte de la estructura de los textos pertenecientes a la lírica desde sus inicios. En cualquier caso, el vínculo con la prosa ha estado presente en el discurso poético desde sus mismos orígenes. Salta a la vista el componente narrativo del que se sirven muchas de las obras clásicas, incluso aquellas que se presentan como cimas del lenguaje poético, como puedan ser las Églogas de Garcilaso o el Polifemo de Góngora. Ya en el siglo veinte, suele citarse el prosaísmo de Antonio Machado o el de la Generación de los 50. Así, no es tan extraño que en su búsqueda de una poesía otra, los nuevos poetas se inclinen por un discurso híbrido, como este de Ruido blanco, articulado en torno a una anécdota terrible…