Tales from the Alhambra, de Washington Irving, es uno de esos
libros que todo el mundo conoce pero nadie ha leído. Cuando digo nadie, digo
lectores hispanohablantes, sobre todo españoles, cuyo desconocimiento y
desinterés por la literatura anglosajona (me refiero a la clásica, no a las traducciones de Best
Sellers) es casi tan natural como a la inversa, la de los angloparlantes
para con las letras hispanas. A ello hay que añadir la mala fama de los prosistas
románticos y más la de los viajeros ingleses ―aunque Irving era neoyorkino―, a
quienes se les achaca una visión en exceso folklórica y costumbrista, redundante
en los tópicos del exotismo andaluz. Supongo que ambas circunstancias
contribuyen a explicar que no haya leído este clásico hasta ahora.
Sin
embargo, para mí, la obra ha estado siempre presente. En mis primeros años como
estudiante universitario en Granada, recuerdo encontrarme varias veces con
alguna adusta edición en los pisos de mis amigos extranjeros, no en los de los
erasmus, por supuesto, sino en los de los hippies viejos, que en realidad no eran ni tan
hippies ni tan viejos, puesto que pagaban alquiler y la mayoría no tendrían más
de treinta, edad que por entonces me parecía lejanísima. Su economía de subsistencia,
sus trabajos alternativos y sus pintas hacían que los mirara con
cierta fascinación, como demostraciones de que otra vida más guay era posible, y ahí, en sus estanterías, estaban esos cuentos icónicos impresos en alguna extravagante lengua europea.
Así
pues, como decía, en mis años de universitario, niní, doctorando, sabático
y profesor en Granada, de alguna manera, siempre ha estado presente. Era como
un titular que podría aplicarse a cualquier superviviente de la urbe. Era un telón de fondo o una música, como los Recuerdos de la
Alhambra de Tárrega. Y es que hay libros que modifican el paisaje, las
ciudades y tu vida aunque ni siquiera los hayas leído. Tales from the
Alhambra es uno de esos libros.
La
suma de prejuicios que he mencionado arriba hizo que supusiera que estos cuentos
serían algo así como las Leyendas de Bécquer, relatos medievales de muertos
y fantasmas. Contrariamente a mis expectativas, es un texto autobiográfico en el que Washington Irving intercala algunos episodios sobre la verdadera historia de la Alhambra. Su intención no es la de estimular la imaginación
del lector, sino al revés, contrastar las fantásticas leyendas populares con
los hechos históricos que realmente acontecieron.
La
parte historiográfica, aunque pueda resultar más o menos interesante, para mí no lo ha sido tanto como la
diarística, en la que el autor relata, de primera mano, sus propias
experiencias en Andalucía. Comienza con su viaje a caballo, desde Sevilla a Granada, en
compañía de un guía (curiosamente, vasco) y de un príncipe ruso. Este capítulo está contado con más lujo
de detalle que sus meses de inquilino en la Alhambra, dentro del propio palacio, viviendo como un
sultán. Supongo que esto es así un poco por economía del lenguaje, pero también intuyo que se reserva más de lo que nos cuenta, pero bueno, algunas anécdotas sí que nos cuenta de lo que, efectivamente, al neoyorkino le parecía una vida de cuento.
Cuando
Washington Irving llegó a Granada era ya un escritor reconocido, tanto así que
sus libros se publicaban a la vez en Londres y Nueva York. Parte de su trabajo consistía
en traducir del español, por encargo de sus editores, ciertas crónicas históricas
(valga la redundancia), con lo cual, no es extraño que en Tales from the Alhambra, obra surgida de una
genuina y espontánea fascinación, combine, como deformación profesional, lo autobiográfico y lo historiográfico. Gracias a su prestigio, durante su estancia en
Granada tuvo acceso, nada más y nada menos que a la biblioteca de los jesuitas, un archivo en el que pudo consultar los documentos históricos con los que contrastar las leyendas
populares:
«In this old
library, I have passed many delightful hours of quiet, undisturbed, literary
foraging; for the keys of the doors and bookcases were kindly intrusted to me,
and I was left alone, to rummage at my pleasure ― a rare indulgence in these
sanctuaries of learning, which too often tantalize the thirsty student with the
sight of sealed fountains of knowledge.
In the course
of these visits I gleaned a variety of facts concerning historical characters
connected with the Alhambra, some of which I here subjoint, trusting they may
prove acceptable to the reader. »
Washington
Irving llegó a Granada con 46 años y, sin duda, en buen estado físico y anímico, para los
palizones que se pegaba y las aventuras que se corría. A mí, que tengo
45, por su forma de escribir, me había parecido treintañero. A ver si se me pega
algo. De hecho, para leerlo he seguido una especie de ritual. Me explico. El pasado febrero
apunté esta ocurrencia en mi Instagram:
«A
veces pienso que los libros debieran ser como las relaciones ―y de alguna
manera, en ocasiones muy íntima, lo son―. No empezar una nueva lectura hasta
haber concluido la anterior. En mi caso, me temo que padezco una incorregible
promiscuidad literaria.
Escuchar
a Beethoven y leer a Irving
una
noche de invierno:
Dear
Mr. Irving:
It’s raining outside, and I
know you were around, not very far from here, two hundred years ago. These
narrow streets remember your steps… and very soon it will be Spring again. We
Spaniards have softened ourselves a lot, for bad or good, by force. But
something still remains: now your writing is the magical mirror of our past.
The old quarter sends regards to you. »
Hay
libros que se leen del tirón y libros que te acompañan a lo largo de meses o de
años. Tengo algunos así. Son amigos discretos, tal y como aconsejaba La
Fontaine, lo que no puedo decir de todos mis supuestos amigos de carne y hueso. En
fin. Por dónde iba. Ah, sí. Me pasó con Voyage d’une Parisienne à Lhasa,
de Alexandra David-Néel, que estuvo nueve meses conmigo, y me ha pasado ahora
con Tales from the Alhambra, de Washington Irving, que me ha acompañado medio año. Y aunque algunas noches
de invierno he leído un par de páginas en la cama, la mayoría de las veces me
ha servido para salir a pasear, porque he querido leerlo en los mismos lugares que inspiraron al autor, aunque sean exactamente los mismos lugares a los que hubiera ido (y voy) a leer cualquier otro libro. Así que algunos días andaba hasta la Alhambra
y me sentaba en el bordillo a contemplar las vistas de la Vega y el barrio del
Albaicín. Esa vista que tenía ante mis ojos aparecía doscientos
años antes descrita en el librito que tenía entre las manos. Os copio aquí un fragmento alusivo, en el que la racionalidad ilustrada casi se deja engatusar por la
sensibilidad romántica:
“When one
looks upon the fairy traces of the peristyles, and the apparently fragile
fretworks of the walls, it is difficult to believe that so much has survived the
wear and tear of centuries, the shocks of earthquakes, the violence of war, and
the quiet, though not less baneful, pilfering of the tasteful traveller; it is
almost sufficient to excuse the popular tradition that the whole is protected
by a magic charm. »
Otros días, me iba al Mirador de San Nicolás, donde
muchas noches los gitanos estaban tocando y bailando como locos, rodeados de turistas,
mientras yo leía a mi bola el libro y, cuando levantaba la vista, enfocaba a
través de mi miopía los detalles de la Alhambra. Otros días lo he leído en el Mirador
de la Ermita de San Miguel Alto. Incluso algunas noches lo he leído en el Huerto
del Carlos, mientras algún perro venía y me chupaba la cabeza. Pero, a decir verdad,
las más de las veces me he sentado a leerlo en el bordillo del Paseo de los Tristes,
a los pies de la Alhambra, a la orilla del Darro. Escuchar el rumor del
río Darro y leer a Washington Irving en las noches de verano.