Enlace a mi reseña del último poemario de Xavier Guillén, publicada en Culturamas el 13 de noviembre de 2022:
https://culturamas.es/2022/11/13/xavier-guillen-de-andar-por-casa/
Enlace a mi reseña del último poemario de Xavier Guillén, publicada en Culturamas el 13 de noviembre de 2022:
https://culturamas.es/2022/11/13/xavier-guillen-de-andar-por-casa/
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Armenian old woman with a Kaláshnikov. Photo: Armineh Johannes |
Después de muchas horas de revisar y corregir la traducción de Hakob Simonyan de este relato de Rubén Barents sobre el genocidio armenio, este es el resultado, siempre mejorable. Lo importante es la historia, el fondo de la historia. La primera vez que la leí, no me lo podía creer.
Tales from the Alhambra, de Washington Irving, es uno de esos libros que todo el mundo conoce pero nadie ha leído. Cuando digo nadie, digo lectores hispanohablantes, sobre todo españoles, cuyo desconocimiento y desinterés por la literatura anglosajona (me refiero a la clásica, no a las traducciones de Best Sellers) es casi tan natural como a la inversa, la de los angloparlantes para con las letras hispanas. A ello hay que añadir la mala fama de los prosistas románticos y más la de los viajeros ingleses ―aunque Irving era neoyorkino―, a quienes se les achaca una visión en exceso folklórica y costumbrista, redundante en los tópicos del exotismo andaluz. Supongo que ambas circunstancias contribuyen a explicar que no haya leído este clásico hasta ahora.
Sin embargo, para mí, la obra ha estado siempre presente. En mis primeros años como estudiante universitario en Granada, recuerdo encontrarme varias veces con alguna adusta edición en los pisos de mis amigos extranjeros, no en los de los erasmus, por supuesto, sino en los de los hippies viejos, que en realidad no eran ni tan hippies ni tan viejos, puesto que pagaban alquiler y la mayoría no tendrían más de treinta, edad que por entonces me parecía lejanísima. Su economía de subsistencia, sus trabajos alternativos y sus pintas hacían que los mirara con cierta fascinación, como demostraciones de que otra vida más guay era posible, y ahí, en sus estanterías, estaban esos cuentos icónicos impresos en alguna extravagante lengua europea.
Así pues, como decía, en mis años de universitario, niní, doctorando, sabático y profesor en Granada, de alguna manera, siempre ha estado presente. Era como un titular que podría aplicarse a cualquier superviviente de la urbe. Era un telón de fondo o una música, como los Recuerdos de la Alhambra de Tárrega. Y es que hay libros que modifican el paisaje, las ciudades y tu vida aunque ni siquiera los hayas leído. Tales from the Alhambra es uno de esos libros.
La suma de prejuicios que he mencionado arriba hizo que supusiera que estos cuentos serían algo así como las Leyendas de Bécquer, relatos medievales de muertos y fantasmas. Contrariamente a mis expectativas, es un texto autobiográfico en el que Washington Irving intercala algunos episodios sobre la verdadera historia de la Alhambra. Su intención no es la de estimular la imaginación del lector, sino al revés, contrastar las fantásticas leyendas populares con los hechos históricos que realmente acontecieron.
La parte historiográfica, aunque pueda resultar más o menos interesante, para mí no lo ha sido tanto como la diarística, en la que el autor relata, de primera mano, sus propias experiencias en Andalucía. Comienza con su viaje a caballo, desde Sevilla a Granada, en compañía de un guía (curiosamente, vasco) y de un príncipe ruso. Este capítulo está contado con más lujo de detalle que sus meses de inquilino en la Alhambra, dentro del propio palacio, viviendo como un sultán. Supongo que esto es así un poco por economía del lenguaje, pero también intuyo que se reserva más de lo que nos cuenta, pero bueno, algunas anécdotas sí que nos cuenta de lo que, efectivamente, al neoyorkino le parecía una vida de cuento.
Cuando Washington Irving llegó a Granada era ya un escritor reconocido, tanto así que sus libros se publicaban a la vez en Londres y Nueva York. Parte de su trabajo consistía en traducir del español, por encargo de sus editores, ciertas crónicas históricas (valga la redundancia), con lo cual, no es extraño que en Tales from the Alhambra, obra surgida de una genuina y espontánea fascinación, combine, como deformación profesional, lo autobiográfico y lo historiográfico. Gracias a su prestigio, durante su estancia en Granada tuvo acceso, nada más y nada menos que a la biblioteca de los jesuitas, un archivo en el que pudo consultar los documentos históricos con los que contrastar las leyendas populares:
«In this old library, I have passed many delightful hours of quiet, undisturbed, literary foraging; for the keys of the doors and bookcases were kindly intrusted to me, and I was left alone, to rummage at my pleasure ― a rare indulgence in these sanctuaries of learning, which too often tantalize the thirsty student with the sight of sealed fountains of knowledge.
In the course of these visits I gleaned a variety of facts concerning historical characters connected with the Alhambra, some of which I here subjoint, trusting they may prove acceptable to the reader. »
Washington Irving llegó a Granada con 46 años y, sin duda, en buen estado físico y anímico, para los palizones que se pegaba y las aventuras que se corría. A mí, que tengo 45, por su forma de escribir, me había parecido treintañero. A ver si se me pega algo. De hecho, para leerlo he seguido una especie de ritual. Me explico. El pasado febrero apunté esta ocurrencia en mi Instagram:
«A veces pienso que los libros debieran ser como las relaciones ―y de alguna manera, en ocasiones muy íntima, lo son―. No empezar una nueva lectura hasta haber concluido la anterior. En mi caso, me temo que padezco una incorregible promiscuidad literaria.
Escuchar
a Beethoven y leer a Irving
una noche de invierno:
Dear Mr. Irving:
It’s raining outside, and I know you were around, not very far from here, two hundred years ago. These narrow streets remember your steps… and very soon it will be Spring again. We Spaniards have softened ourselves a lot, for bad or good, by force. But something still remains: now your writing is the magical mirror of our past. The old quarter sends regards to you. »
Hay libros que se leen del tirón y libros que te acompañan a lo largo de meses o de años. Tengo algunos así. Son amigos discretos, tal y como aconsejaba La Fontaine, lo que no puedo decir de todos mis supuestos amigos de carne y hueso. En fin. Por dónde iba. Ah, sí. Me pasó con Voyage d’une Parisienne à Lhasa, de Alexandra David-Néel, que estuvo nueve meses conmigo, y me ha pasado ahora con Tales from the Alhambra, de Washington Irving, que me ha acompañado medio año. Y aunque algunas noches de invierno he leído un par de páginas en la cama, la mayoría de las veces me ha servido para salir a pasear, porque he querido leerlo en los mismos lugares que inspiraron al autor, aunque sean exactamente los mismos lugares a los que hubiera ido (y voy) a leer cualquier otro libro. Así que algunos días andaba hasta la Alhambra y me sentaba en el bordillo a contemplar las vistas de la Vega y el barrio del Albaicín. Esa vista que tenía ante mis ojos aparecía doscientos años antes descrita en el librito que tenía entre las manos. Os copio aquí un fragmento alusivo, en el que la racionalidad ilustrada casi se deja engatusar por la sensibilidad romántica:
“When one looks upon the fairy traces of the peristyles, and the apparently fragile fretworks of the walls, it is difficult to believe that so much has survived the wear and tear of centuries, the shocks of earthquakes, the violence of war, and the quiet, though not less baneful, pilfering of the tasteful traveller; it is almost sufficient to excuse the popular tradition that the whole is protected by a magic charm. »
Otros días, me iba al Mirador de San Nicolás, donde
muchas noches los gitanos estaban tocando y bailando como locos, rodeados de turistas,
mientras yo leía a mi bola el libro y, cuando levantaba la vista, enfocaba a
través de mi miopía los detalles de la Alhambra. Otros días lo he leído en el Mirador
de la Ermita de San Miguel Alto. Incluso algunas noches lo he leído en el Huerto
del Carlos, mientras algún perro venía y me chupaba la cabeza. Pero, a decir verdad,
las más de las veces me he sentado a leerlo en el bordillo del Paseo de los Tristes,
a los pies de la Alhambra, a la orilla del Darro. Escuchar el rumor del
río Darro y leer a Washington Irving en las noches de verano.
La prisa por publicar, tan característica de los malos ―y también de algunos buenos― poetas, no hizo mella en la paciencia de Eduardo Chivite, quien ha esperado algo más de un cuarto de siglo (si contamos desde sus dieciocho, por ejemplo) para dar a la imprenta Okaeri (Ed. Cántico, 2021), su primer libro de poesía. Hasta ahora, solo había ejercido como antólogo, promotor cultural, investigador filológico, profesor de dramaturgia y productor teatral, entre otras cosas. De su labor como crítico, destacaría sus antologías La sátira contra la mala poesía (Berenice, 2008) y Terreno fértil. Un ámbito poético (Cangrejo Pistolero, 2010).
Antes de todo eso, cuando todavía éramos estudiantes en la FFL de la UCO (un edificio barroco con palmeras y fantasmas en la judería de Córdoba) yo le había «publicado» (por así decirlo: era un pliego ilustrado por mi hermano, fotocopias en unas cartulinas con un número de depósito legal) Enversos en camisones húmedos (1998), la historia de un amor lésbico esbozada en cinco poemas en prosa. Una década después, su primer libro, Sharaija murió con trece años (La Bella Varsovia, 2008), incluía también cinco poemas en prosa + cinco microrrelatos + una obra de teatro ―que se ha representado varias veces, en distintos escenarios―. Sin embargo, como decía, Okaeri es su primer libro íntegramente de poesía; de poemas en prosa.
Si destaco este rasgo de la poética de Eduardo Chivite es porque me parece indicativo de su deseo de alejarse de las convenciones del género; tal vez su conocimiento experto de la mala poesía le haga huir de sus rancias retóricas. Así que, en vez de en una estructura estrófica anclada en la tradición, Eduardo Chivite busca la fibra (del texto) en el texto, ensamblando fragmentos de intensidad, detalles que suceden en un tiempo imperfecto y que construyen esa mirada onírica tan propia del autor, cargada de lecturas de la infancia, referencias bibliófilas y ficciones soñadas. Eduardo Chivite escribe en prosa porque encuentra en ella la poesía, es decir, al revés de los que confunden la poesía con la tecla del intro.
Okaeri es como una
narración deshilvanada, compuesta de retales de relatos, el sedimento fértil de
una profunda cuenca bibliográfica. Sus pinceladas ligeras como una referencia
impresionista son pistas que conducen a un laberinto borgiano. Es un libro ilustrado,
doblemente ilustrado. Y el título, no hace falta explicarlo.
Una mañana, observé que uno mis alumnos de 1º de la ESO estaba leyendo un libro de más de quinientas páginas, cosa bastante inusual en estos tiempos. Manuel me dijo que lo había escrito su abuela y, después de echarle un vistazo, le pedí que me lo trajera ―pagándoselo, por supuesto―. Se trataba de Memoria del tiempo, de Lourdes Hernández Martín. Un libro de memorias. Me picaba la curiosidad ante esa muestra de «escritura del yo» de carácter local y, con toda probabilidad, ajena a las supersticiones del mercado literario. No tenía muchas expectativas puestas en su lectura, pero el libro me enganchó desde el principio. Esos días anduve pendiente de sus páginas, emocionado con sus historias reales, de su propia sangre, e identificado, en buena parte, con su geografía. Esa geografía es la de los pueblos y cortijos de la cara norte de Sierra Nevada, las Alpujarras y la ciudad de Granada. Da la casualidad de que los veranos de mi infancia transcurrían en un pequeño pueblo, entre las Alpujarras y la Costa Tropical granadina, donde se habla con el mismo acento con el que lo hacen los personajes de Lourdes. Pero no es necesaria una conexión regional para sentirse tocado por sus historias. Más o menos lejano, todos tenemos un sustrato rural y Memoria del tiempo podría servir de base a un guion cinematográfico ―me lo imagino rodado por Julio Medem, un director telúrico― sobre la intrahistoria trágica de España, esa España agropecuaria que ahora está tan de moda y que para Lourdes no es en absoluto una moda literaria, sino la verdadera historia de su familia.
Ahora debería hablar sobre aquellos veranos de mi infancia, de los pequeños agricultores y ganaderos a los que cada año les rentaba menos el campo, del ensayo de Sergio del Molino, de la representación de la ruralidad en la novela y la cinematografía del siglo XX español, de ecofeminismo y de despoblación, de expropiaciones e incendios forestales, de miles de tractores y cuotas europeas, de sequías y empresas hidroeléctricas, pero entonces esto no sería una reseña, así que voy a centrarme en el libro.
Memoria del tiempo se diferencia del resto de novelas ambientadas en un entorno rural ―por citar solamente algunas muy conocidas: Panza de burro (2020), de Andrea Abreu; Feria (2020), de Ana Iris Simón; o Canto yo y la montaña baila (2019), de Irene Solà― por el hecho de que su fuerza motora no procede de la aspiración literaria de una autora por construirse a sí misma como profesional de la escritura, y por el hecho de no estar concebida como un artefacto ideológico que arrojar a la arena del debate social. Por el contrario, la autora escribió estas páginas, en primer lugar, como un discurso privado, desde y para la intimidad de su familia, siendo solo de forma secundaria y debido a la insistencia de sus hijos que se determinó corregir el manuscrito para su publicación. Este proceso, llevado a cabo, como digo, con ayuda de sus hijos, implicó algunos recortes también de autocensura, para evitar males mayores en un pueblo en el que, con pseudónimo o sin pseudónimo, todos se reconocen. Si a ello le sumamos la destreza narrativa de Lourdes, tenemos que admitir que a estas memorias no les falta conciencia literaria ―y todo lo que ello implica―. No se trata, por tanto, de un mero documento historiográfico ―o etnográfico, como he leído por ahí― sino de una novela con todas las de la ley. Añadamos que la autora, nacida en plena posguerra y pese haber asistido solamente quince días a la escuela, ya desde muy pequeña empezó a «escribir» poemas ―en su imaginación, no en un papel― que ha conservado hasta ahora en su memoria, y de los cuales ha publicado también algún librito. Por ende, con cerca de ochenta años, Lourdes Hernández Martín aprendió a escribir a ordenador solo para pasar a limpio esos recuerdos que tenía copiados en cuadernos. El resultado es esta Memoria del tiempo que ya va por su tercera edición. Solo está a la venta en una librería, la Librería Piñar, en La Zubia.
El instinto literario de Lourdes hace que estas memorias conserven el acento de la tradición oral pero funcionen muy bien como texto legible. Su sencillez nos regresa al grado cero de la escritura, no como una sofisticación del estilo, sino como consecuencia del amor de una abuela que les cuenta a sus nietos esos cuentos populares ―que Propp llamaría fantásticos― y esas anécdotas de puertas para dentro, transmitidas de generación en generación, al calor de una cocina de leña en las largas noches de invierno de Sierra Nevada. Por eso, este libro me recuerda a los orígenes de la literatura, a la construcción de la identidad de los pueblos, al laborioso paso de una cultura oral y mnemotécnica a una tradición escrita.
La indudable nostalgia que inspiran estas páginas no es debida a una crítica sociológica ni a una moda literaria, sino al simple deseo de conservación de unos recuerdos en los que se reflejan unos modos de vida que ya no volverán. Por otra parte, su retrato de la vida en el campo sí parece un poco idealizado, especialmente en los tiempos anteriores a la Guerra Civil, pues a partir de entonces la cosa cambia. Hasta ese momento, los «personajes» se encuentran aceptablemente adaptados a su entorno, no hay un cuestionamiento de los valores tradicionales, ni una crítica explícita al orden socioeconómico, ni se insiste en la dureza del trabajo en el campo, aunque tampoco se elude su lado más cruel, como lo que se refiere, por ejemplo, a la alta mortalidad infantil de la época. Lo que leemos, en cambio, es el punto de vista de unos protagonistas que admiten sus condiciones de existencia casi como consecuencia de un orden natural o de un ecosistema dentro del cual es posible la felicidad, el amor, la diversión y hasta cierta prosperidad económica, en función de la suerte y del esfuerzo ―pero, repito, que esta situación cambiará radicalmente a partir de la Guerra Civil―. Me llama especialmente la atención que no se haga hincapié en la dureza del trabajo en el campo, sin duda porque este aspecto se da por sobreentendido. Recordemos que los destinatarios primarios de este texto eran los familiares directos de la autora, y a lo sumo algunos vecinos de Güéjar Sierra, es decir, personas acostumbradas de sobra al esfuerzo que supone hacerse cargo de un pedazo de tierra. Los urbanitas que nunca han vareado olivos, ni recogido almendras en agosto, ni le han salido ampollas de escardar, difícilmente podrán hacerse una idea. Pues ese es el telón de fondo en el que suceden las historias de amor y las anécdotas de la genealogía de «los sidoros».
Estamos acostumbrados a leer los episodios de la Guerra Civil desde una perspectiva masculina: las batallas, las trincheras, los paseos... etc. Por el contrario, aquí la guerra se nos cuenta desde el punto de vista de la desesperación de unas mujeres que ven como sus padres, sus maridos y sus hijos son apartados de ellas, a veces para siempre: la impotencia frente a las injusticias, sobre todo aquellas perpetradas después de la contienda, los ajusticiamientos, las visitas a la cárcel, las desgracias y los racionamientos y las penalidades de los años del hambre. Sin embargo, es en esos momentos cuando la narración da un giro a la primera persona y nos encontramos a una niña que nos cuenta, desde su mirada atenta, aquellos años terribles, insertando también algunas historias que sus mayores le cuentan. A través de sus ojos infantiles asistimos al drama colectivo de la posguerra, pero también a los juegos de los niños del pueblo, las trastadas y anécdotas de casa. Vemos a Lourdes crecer: sus primeras experiencias laborales, sus primeros pretendientes, su noviazgo y su boda. Observamos la Granada de la época: sus medios de transporte, sus costumbres y sus clases sociales, todo ello en la voz de una niña con un carácter muy suyo y sus propias ideas.
En
conclusión, el valor de este libro, en mi opinión, reside en su pericia
narrativa, su sencillez expresiva y en haber sido escrito con el corazón. En
una entrevista para Canal Sur TV, la ya octogenaria Lourdes Hernández Martín
confesaba que, a sus años, le había costado trabajo terminar de escribir este libro, pero
que se sentía «con una misión cumplida». Desde luego, no puedo estar más de
acuerdo. Donde se ponga una abuela, que se quite Houellebecq.
A finales de curso me regalaron este librito, editado por el Real Club Náutico de Adra. Evidentemente, no lo reseño para que lo compréis, porque no creo que sea fácil de conseguir. El autor es Manuel de Pinedo, quien en los años de la transición dirigió un grupo y una sala de teatro, representando, según tengo entendido, por primera vez en España, o uno de los primeros desde los tiempos de la II República, una obra de F. G. Lorca.
Las maravillas, primera novela de Elena Medel, habla de esas historias que nunca se escriben: las vidas grises de unas mujeres de clase humilde, empujadas a estrecheces y trabajos esclavos, sometidas a prejuicios, castigadas por la suerte o por su propia familia, pero que a pesar de todo se rebelan, cada una a su manera, y a costa de penalidades, para ser ellas mismas, para defender su propia independencia (un trabajo precario, el alquiler de un pequeño piso en el extrarradio, su libertad sexual) antes que asumir los roles ancestrales que les hubieran tocado por ser mujer (y pobre), o por ser "la mujer de". Esta ópera prima narrativa de Elena Medel comparte con Chatterton, su último poemario, sus ejes de gravedad: la denuncia feminista de la amargura socioeconómica que en la que nacen y viven muchas mujeres. Las relaciones sin sentido, la explotación laboral, los medios de transporte público como espacio simbólico y homogeneizador, etc. En la novela, la narración omnisciente nos permite asistir a la crueldad de unas existencias contaminadas por la necesidad, pero también a la autoafirmación de quienes se niegan a seguir ocupando ese lugar secundario que les reserva, no solo un determinismo (o violencia) estructural, sino, directamente –"lo personal es político"– la mirada masculina de sus parejas. No se trata de una novela ligera de verano. Elena Medel nos revela con crudeza la psicología, el carácter alejado de los tópicos, las dobleces y la fuerza interior de estas mujeres, como pocas veces se nos había contado.
He leído Canto yo y la montaña baila en castellano y pienso hacerlo también en catalán: Canto jo i la montanya balla, a ratitos, por placer y para refrescar mi familiaridad con un idioma que tengo demasiado abandonado. Los premios que se ha llevado esta novela, sin duda los merece. Las voces femeninas ―y, en general, casi todas las voces de este libro―, me han recordado a las voces, igualmente rurales, compulsivas y poéticas, de los personajes de F.G. Lorca. La trama intergeneracional, etérea y esotérica, con su mezcla de amor y de tragedia, al realismo de Gabriel García Márquez. Y la focalización, no sé, a la tradición del cuento corto, siempre dado a estas sorpresas. De hecho, muchos de sus capítulos pueden leerse como magníficos relatos independientes. Pienso en Irene Solà en un autobús de Londres, los pasajeros la mirarían algunos con desprecio, otros con curiosidad y otros con indiferencia, sin saber que esas notas que garabateaba en su cuaderno se convertirían en una de las mejores novelas del S. XXI europeo. Es un libro que parece escrito en otra época, una época en la que todavía se creía en la plasticidad del idioma, en la narrativa lírica, en la exuberancia del lenguaje, en las palabras conmovedoras y en la poesía. Tiene la frescura lúdica de la gran literatura.
El campo sigue siendo ese lugar al que volver, aunque sea de
turismo rural, pero la despoblación sigue ganando la partida. En Quien te
cerrará los ojos, Virginia Mendoza nos habla de Eugene Smith, el fotógrafo
que sorteó la censura franquista para publicar en Life las imágenes de una
posguerra mísera y profunda. Nos habla de las novelas de Miguel Delibes y Julio
Llamazares, del ensayo de Sergio del Molino. Pero sobre todo nos habla de personas
reales, los últimos habitantes de sus pueblos, portadores de dialectos que
morirán con ellos. Podemos imaginarla por rincones olvidados de la geografía
española, acercándose al umbral de cortijos semiderruidos, llamando a viejas
puertas de madera para encontrar la voz de los supervivientes, aquellos que se
han quedado, que se han negado a marcharse, y también la de aquellos urbanitas que
han querido volver a sus raíces.
Los renglones de este libro me recuerdan a las arterias de
un organismo vivo, porque sus episodios, pequeños reportajes literarios, nacen
de su convivencia con estos rebeldes empecinados, con la memoria de un tiempo
en extinción, con candiles de aceite, establos y gallinas. Algunos solo esperan
que, con ellos, desaparezca su pueblo, mientras que otros se empeñan en
restaurar sus calles y sus casas. Las historias que nos cuenta Virginia son una
pequeña muestra de millones de vidas anónimas cuyas tragedias nunca conoceremos,
habitantes que lucharon, trabajaron, se enamoraron perdidamente, tuvieron hijos
y esperanzas y duelos, los llamaron incultos, atrasados, analfabetos, expropiaron
sus terrenos, inundaron sus pueblos, sus hijos emigraron y el estado los abandonó,
los dejó incomunicados, sin correos, sin escuelas ni campanas en la Iglesia. Los
capítulos de este libro te pegan un pellizco en el pecho.
“Si la casa es el lugar al que volver, tener pueblo es una
versión sentimental de tener casa. Necesitamos la casa del pueblo, la de la
abuela y, si no tenemos pueblo, posiblemente echaremos de menos un lugar en el
que nunca estuvimos”.
Virginia termina recordándonos a Azarías, el personaje de Los
santos inocentes que se orina en las manos para que no se le agrieten con
el frío. Virginia nos dice: “La ruptura entre su mundo y el nuestro no solo
ocurre en la epidermis: también sucede cuando el Azarías se mea en las manos y
unos reaccionamos con asco y otros con indiferencia.” En la terraza del Llévatecafé,
yo estoy preocupado por las medusas, esta tarde me bajo a la playa. Clara que
me dice que, aunque me parezca raro, el mejor tratamiento para las picaduras es
la urea, sí, la propia orina. Por lo visto, no todo está perdido.
Aunque me resulte un poco tonto insistir en lo que ya todo el mundo conoce, vengo a transmitir mi entusiasmo tras leer Panza de burro, de Andrea Abreu. No sabía que la autora había sido seleccionada como una de las mejores narradoras en lengua hispana, porque no me fijo en esas cosas, pero no me extraña nada. La estuve leyendo anoche hasta que se me hizo de día y resulta que solo me quedaba un capítulo (en Kindle), que acabo de terminar, con la calor (sin ánimo de hacer spoiler, fue un parón oportuno). Hay novelas que te quitan las ganas de leer y novelas que te reconcilian con la literatura, Panza de burro es del segundo tipo. La he leído con fruición. Me ha encantado la plasticidad de su lenguaje, que me ha recordado a José Lezama Lima y a Juan Rulfo. El contenido sexual no resulta, como sí pasa en otras obras, puesto ahí para enganchar la morbosidad del lector, sino integrado con naturalidad en una emoción intensa, como todo en estas páginas. El estilo, en mi opinión, entra directamente en la categoría de prosa poética, y no solo por plasmar literariamente ese idiolecto lírico, expresionista, ese habla telúrica desde la que nos llega la conciencia infantil de la narradora, en la que la ingenuidad se mezcla con lo cruento, lo escatológico, el retrato pictórico de unas personas mayores que son las principales convivientes de las dos amigas protagonistas en plena transición hacia la pubertad; decía que no sólo por eso –pues no hay nada más aburrido que una transcripción fonética, y no es eso– sino un poco por todo, por la lograda elaboración de unos textos que funcionan como auténticos poemas en un lenguaje inédito –que no me atrevo a desbrozar aquí, pero que toca la fibra del lector– y que funcionan, en definitiva, como lo que son, como una novela. Una obra maestra.
VOYAGE D’UN PARISIENNE À LHASSA
Alexandra David-Néel
Cada
vez que alguien me preguntaba de qué iba el libro que estaba leyendo, este
libro que me ha acompañado durante los últimos nueve meses de mi vida, en los
que prácticamente lo único que no ha cambiado ha sido su compañía, su tapa
blanda que se iba deteriorando demasiado rápido entre mis manos, por lo que me preocupé
de forrarla como hacíamos antes con los libros del colegio (creo que ya no se
hace), pues, decía, cada vez que alguien me preguntaba, y yo le respondía,
volvían a preguntarme que si era de ficción o era de verdad.
Voyage
d’une parisienne à Lhassa, de Alexandra David-Néel (1868-1969),
es, efectivamente, una obra de verdad, una obra autobiográfica, perteneciente al
género de los libros de viajes. En el momento de su publicación, 1927, fue todo
un éxito mundial, y no es para menos, pues el libro relata, en primera persona,
la proeza de su protagonista, la primera mujer occidental (desconozco el dato,
pero supongo que, anteriormente, sólo le habrían permitido entrar, como mucho,
a algún embajador chino o inglés) en poner sus pies sobre la ciudad
prohibida de Lhassa, la capital del Tíbet. Para lograrlo, se disfrazó de peregrina
autóctona y, en compañía de un lama ―éste sí, auténtico―, anduvo, anduvo,
anduvo a través de puertos de montaña, por inhóspitos parajes y cumbres
nevadas, puentes colgantes y rutas infestadas de bandidos, de una pequeña población
a otra, y siempre haciéndose pasar por tibetana, hasta llegar a Lhassa.
A
pesar de lo extraordinario de su aventura y de la calidad literaria de su
testimonio, a día de hoy, Alexandra David-Néel es prácticamente desconocida
para el gran público, más atraído por otro tipo de diarios que por los del
carácter fuerte de una anarco-feminista (del pasado entresiglo), cantante de
ópera, ensayista, políglota, madre y exploradora, y una de las principales
introductoras de la sabiduría oriental en Europa.
Yendo
al texto, Voyage d’une Parissiene à Lhassa se centra sobre todo en la peripecia
vital de su peregrinaje, es decir, en lo anecdótico, folklórico y diarístico de
su aventura, sin entrar en demasiados detalles sobre las enseñanzas esotéricas
y espirituales que recibió (durante sus muchos años de estancia) en el Tíbet,
temática que se reserva para sus siguientes obras. Se detiene, por el contrario, abundantemente,
en comentarios críticos acerca de sus creencias religiosas, sus costumbres y su
situación política.
En
mi opinión, más allá del detallado informe de su viaje, el valor de estas
páginas reside en la oportunidad de acompañar a Alexandra en su extraordinaria
aventura, de conectar, digamos, con su personalidad y con su pensamiento, con el rastro
de palabras que ha dejado, como huellas de aquel itinerario: sus etapas
aburridas, llenas de descripciones anodinas, junto a las otras, al borde ―literalmente―
del abismo, pendientes de una endeble tirolina, atrapados en la nieve entre
glaciares o enfrentándose al filo de los bandidos… además de muchas otras anécdotas
pintorescas en las que se refleja la vida cotidiana de un Tíbet desconocido,
alejado de místicas leyendas y en contacto directo con la lucha por la
supervivencia, práctica y terrenal, de sus tribus y pueblos.
Se
me ocurre que estos nueve meses de lectura han sido como un parto invertido para mí, tras
el cual nada ―excepto esta reseña― ha salido de mi útero, pero en cambio
Alexandra David-Néel se ha colado en mis entrañas. Lo que es cierto es que ella
ha sido, en muchas ocasiones, mi mejor compañía; y a lo largo de estos meses he
llegado a sentirla como a una amiga, con sus tics de carácter y sus juicios no
siempre compartidos, pero, en fin, una amiga al fin y al cabo. Afortunadamente,
aún me quedan el resto de sus libros por leer.
Por si esto fuera poco, este estudio nos demuestra también cómo, desde la propia literatura, desde la propia obra y escritura de Federico, las consecuencias saltaron, o se tradujeron, de nuevo hasta su vida, hasta sus huesos.
Esta obra nos avisa de que la literatura no es un elemento inerte, un objeto aséptico de estudio, ni un mero entretenimiento, sino que sus ramificaciones nos alcanzan –sea positiva, negativa, o ambas mentes a la vez– a veces brutalmente, como fue, por desgracia, el caso de Federico.
Esta obra nos enseña que vida y literatura no están tan separadas como los estudios estructuralistas querían hacernos creer. ¿Qué pasaría si en las escuelas se enseñara que ciertas personas, reales e históricas, y sus familias, en las que Lorca se había inspirado para la creación de sus personajes, estuvieron directamente implicadas en su ejecución sumaria?
¿Qué pasaría si en las escuelas se enseñara, por ejemplo, que los descendientes de los asesinos de Antoñito El Camborio (sin comillas) siguen, a día de hoy, teniendo en propiedad algunos de los bienes inmuebles que sus antepasados inmediatos les arrebataron a esta familia gitana, en aquellos infames años de la sangre con la que se lavaban las rencillas rurales?
La maravilla que es la obra de Federico no necesita, desde luego, que el lector conozca estos sucesos para disfrutar de ella, y eso es lo que la hace grande y universal. Pero su conocimiento, desde luego, tampoco sobra; y de hecho, contribuye a completar una visión más certera de la génesis y el funcionamiento –en ocasiones, tan cruel– recíproco de vida y literatura.
A veces nos enfrentamos con dificultades que nos causan frustración, desesperanza y enojo. Una y otra vez, chocamos contra el mismo muro sin ser capaces de romperlo, sortearlo o alejarnos de él. Ante esta situación, como en las fábulas griegas, Ana Isabel Alvea se mira en el espejo de un pequeño animal: el caracol. En el poema que da título al libro, la pared son las adversidades; el caracol, la figura ejemplar; y la paciencia, la virtud a emular. Y efectivamente, tal y como enuncia el título, a lo largo de las páginas comprobamos que el foco está mirando a la pared: una constante crítica, tanto social como vital, ante los sinsabores de la vida. Esta mirada, en ocasiones parece haber tirado la toalla: “¿Acaso cuando nos ilusionamos/ no estamos regando/ una estepa reseca?”; mientras que en otras conserva una especie de optimismo, una insistencia cargada de paciencia ―o de tenacidad―, en la que el deseo (de mejora) se vuelve ese horizonte utópico que tal vez no alcancemos nunca pero que nos sirve para avanzar: “Todos esos sueños que no terminan de cumplirse/ a los que buscamos sin descanso aproximarnos”.
Los poemas en
verso libre de Ana Isabel Alvea se parecen a un cuadro en cuya perspectiva has
de profundizar para apreciar los detalles. La riqueza de su vocabulario, por
ejemplo, perpetúa un lenguaje en peligro de extinción: estiaje, urdimbre,
vitrales, alfeizar, mendaces, artesa, rezago, yunta… palabras expulsadas de
la poesía, recogidas del baúl de un idioma que se acaba, como se acaban los
modos de vida asociados a ellas, modos de vida en contacto con la tierra, las
raíces… y, por cierto, también con ese sufrimiento tan presente en la lírica
andaluza, que encontramos aquí expresado de otra manera: un reproche “ante el
creciente humo de las fábricas”; una crítica ―o una queja― en la que la
industrialización y el avance de la historia homogeneizadora más parece un signo
de opresión que de progreso. Su respuesta es la rebeldía.
LA BANALIDAD DEL MAL
Hubo muchos
hombres como él…
fueron, y siguen
siendo,
terroríficamente normales.
Hannah Arent
Una casa
inquisitorial presidida
por su escudo de
calavera y siglos de mugre
se levanta
en cada uno de nosotros.
Y condenamos a
Copérnico a Galileo
quemamos a Miguel Servet
encarcelamos a
Oscar Wilde
marginamos a la
mujer
exterminamos a los
judíos a los gitanos
expulsamos al
extranjero al diferente
No dejemos que una
siniestra obediencia
ante el zumbido de
los insectos
abra su puerta.
ADIESTRAMIENTO
Hacer todo lo que
nos indican
como una línea recta
paralela a todas
las demás
SIN TACHONES
entre centros
comerciales
polígonos
industriales
y pantallas planas de televisión
La amargura
presente en la mayoría de estos poemas contrasta con el ímpetu contestario de
otros y, al mismo tiempo, con la finura y el tacto con el que están dispuestos los
versos. Tratándose del cuarto libro de la autora, con el que obtuvo el Premio
del XXXV Certamen Poético “Ángel Martínez Baigorri” en el 2020, es de esperar
que no sea el último, pues se trata de una poeta a la que, a buen seguro, le
queda todavía mucho que decir.
Puede llevar a engaño la apariencia menor de este librito, cuyo rectángulo cabe en la palma de la mano. El origen incidental de su composición, de ánimo propedéutico, no le ha restado mérito; antes bien, creo que ha contribuido a una sutileza de estilo que, aun siendo característica del autor, alcanza aquí, en contraposición con la profundidad de sus asuntos, esa rara virtud que es ser capaz de hablar y esclarecer de manera sencilla cuestiones complicadas. Dicen que decía Confucio que «en todos los ritos la sencillez es la mejor de las extravagancias»; y es mediante esta exquisita extravagancia que Juan Antonio Bernier logra tocarle la fibra al ser/hecho poético.
Actualmente, existen en el mercado diversos manuales dedicados al arte de escribir un poema, dirigidos a un público infantil o juvenil, donde se explican algunas técnicas básicas como puedan ser la rima, la métrica o las figuras. Son manuales, por lo general, amenos y, en verdad, necesarios, que no pasan de ser precisamente eso, manuales de escritura. Aquí hablamos de otra cosa. Breves erizos verdes es un texto que, sin prescindir de su orientación moral ―educativa―, no ha perdido tampoco su carácter de obra literaria, en el sentido artístico del término. Se trata, en definitiva, de una obra al margen de los géneros.
Atendiendo a su enfoque, y salvando las distancias, recuerda inmediatamente a las Cartas a un joven poeta, de R. M. Rilke; o incluso, por su temática, a Función de la poesía y función de la crítica, de T. S. Eliot ―sin ser tampoco lo mismo, por supuesto―. Con ambos textos comparte el ánimo de indagar en cuestiones de fondo, como pueden ser el estilo personal, el uso de la ironía ―y de la rima―, el valor de la tradición, la actitud ante el mercado… y un pequeño etcétera, así como la apariencia de estar escritos en prosa. Sin embargo, mientras que las epístolas de Rilke y el tratado de Eliot están, efectivamente, escritos en prosa ―más o menos sesuda, en cada caso― lo que distingue y realza los erizos de Bernier es su reductio ad essentiam, acercándose, a mi juicio, más al texto poético que al prosaico.
Cada lector encontrará en esta obra sus propios referentes. Por su tono, entre sarcástico y lúdico y didáctico, y por su naturaleza híbrida, a mí me ha recordado, en algunos momentos, a autores como Julio Cortázar y Eduardo Galeano. Una locución muy suelta que parece brotar directamente y que sólo se consigue tras años de ensayar y de ensayar (o de explicar y de explicar). Y es que sucede con no poca frecuencia que algunos grandes artistas aciertan a componer sus obras más celebradas casi sin darse cuenta, en buena parte debido a tener muy interiorizado su arte ―hasta la médula― y en buena parte debido a una de las máximas que enuncian los erizos:
SOBRE EL ESTILO PERSONAL
Si aquello que
hace que tus allegados te estimen no está en tus poemas, serán solo “poemas” en
el peor sentido de la palabra. Carecerán de tu encanto, tu “gracia”; vagarán
sin identidad.
Esta idea se aplica también al librito que ahora comentamos. Y es que, aunque la voz del profesor ―que también es Juan Antonio Bernier― esté presente en ellos, esa voz pedagógica se ha ejecutado aquí como un rasgo de estilo, una voz diferida dirigida no a un público específico sino a un adolescente universal, implícito e implicado en la poesía. Todos hemos fantaseado alguna vez con volver al pasado, pero con el conocimiento ―y la experiencia― que ahora tenemos de la vida. Probablemente, Juan Antonio Bernier le haya escrito este libro a aquel adolescente que alguna vez fue él mismo. El poeta, el profesor y el niño.
Por todo lo
anterior ―y por las abundantes coincidencias de estilo―, Breves erizos
verdes casi debiera contarse, en mi opinión, entre los libros de poesía
del autor. Los libros de aforismos, de hecho, aparecen en las colecciones de
poesía. Y aunque, de alguna manera, todo poemario encarne ―o más bien imprima―
una poética, lo que tenemos aquí resulta elevado al cubo: metapoesía decantada
en poesía. Sin embargo, tampoco es eso: ni aforismos, ni máximas, ni
sentencias, ni versos, sino erizos.
FINALIDAD DE LA POESÍA
Las palabras se
gastan con el uso. La poesía es un intento de crear maneras novedosas, y por
ello más eficaces, de volver a decir “te quiero”.
Andando
el tiempo, lo previsible ―y deseable― es que vayan apareciendo sucesivas reediciones
―¿ampliadas, tal vez?― de estas breves instrucciones para escribir una poema.
De momento, ya se está reimprimiendo. Si mucho no me equivoco, esta cosa llamada
Breves erizos verdes (Editorial Cántico) tiene muchas papeletas de convertirse en libro de
cabecera de futuras generaciones de poetas, e incluso a algunos de ahora no nos
vendría mal releerlo alguna vez. De seguro, la obra irá llamando a sus lectores,
sin prisa pero sin pausa, como la tortuga que le gana a la liebre, o como esos
erizos que sobreviven gracias a sus rizos.