blog de Jorge Díaz Martínez

jueves, 20 de enero de 2011

lunes, 17 de enero de 2011

El ladrón de morfina, Mario Cuenca Sandoval

Todavía me queda menos de un tercio de libro, y no tengo ninguna prisa por acabar de leerlo. Hace tiempo que me libré de ese vicio infantil que devoraba novelas con ansiosa fruición hasta arrancarle el silencio a su última y orgásmica hoja. Ya sabéis de lo que hablo, cuando la novela era buena, después de ese punto y final sucedía una inevitable mezcla de satisfacción y, bueno, melancolía: la de saber que no podríamos volver a revivir el disfrute ingenuo y primitivo de la lectura virgen. Un temor parecido es el que me hace ahora espaciar la lectura de El ladrón de morfina y alternarlo inevitablemente con otras lecturas -otra sarna con gusto de la que jamás me libraré- o retrasar su avance en las franjas vacías de la agenda cotidiana. Y no porque tema su colofón. A estas alturas ya intuyo que ésta es una de esas rayuelas que no tiene final, precisamente porque su componente adictivo no reside tanto en la anécdota -a pesar de la elegante administración del suspense con que nos deleita Mario Cuenca Sandoval- como en el vaho que empaña la retina de sus protagonistas. Ese cristal fotográfico, opiáceo y subterráneo. Esa conjunción de rojo, blanco y negro, que da la nieve, la sangre y la amapola. La certeza de que nuestros humores se derriten y es una locura -bella, pero locura- intentar rescatarlos mediante obturadores o teclados, de que la verdad planea entre la imaginación y la materia sin hacer en ningún árbol su nido.
No hace mucho, a propósito de un reportaje, el autor bromeaba sobre su inclusión en una lista de autores nocilleros. La verdad es que no tengo muy fresca la lectura de Nocilla dream, pero puestos a buscar afinidades algunas saltan a la vista: ambas juegan a la oca con las elipsis engarzadas, ambas revuelven el puzzle caleidoscópico, ambas comparten un marco global y más o menos contemporáneo, ambas destripan el monólogo interior de sus protagonistas, lo condimentan y lo confunden exquisitamente. Yo apreciaría, además, el gusto por un tempo moderato y el enciclopedismo tanto cientificista como pop. Y también la transparencia narratológica. Vamos, que sí. Pero también diferencias, en El ladrón de morfina hay menos disgregación y menos trama, y es en esa mayor saturación de la sustancia donde se hace posible espesar, ahondar, embriagarse, sumirse y suministrarse cuantas dosis apetezcan a nuestra voluntad. Yo lo consumo con moderación, como buen gourmet.


El hombre, monstruoso creador de momias, detiene la realidad porque, en rigor, desearía detener el curso de los años, prolongarse. 

De Mario Cuenca Sandoval, en El ladrón de morfina. 451 Editores.