Memoria del tiempo
Lourdes Hernández Martín
2019
Por
Jorge Díaz Martínez
Una
mañana, observé que uno mis alumnos de 1º de la ESO estaba leyendo un libro de
más de quinientas páginas, cosa bastante inusual en estos tiempos. Manuel me
dijo que lo había escrito su abuela y, después de echarle un vistazo, le pedí que
me lo trajera ―pagándoselo, por supuesto―. Se trataba de Memoria del tiempo,
de Lourdes Hernández Martín. Un libro de memorias. Me picaba la curiosidad ante
esa muestra de «escritura del yo» de carácter local y, con toda
probabilidad, ajena a las supersticiones del mercado literario. No tenía muchas
expectativas puestas en su lectura, pero el libro me enganchó desde el
principio. Esos días anduve pendiente de sus páginas, emocionado con sus
historias reales, de su propia sangre, e identificado, en buena parte, con su
geografía. Esa geografía es la de los pueblos y cortijos de la cara norte de
Sierra Nevada, las Alpujarras y la ciudad de Granada. Da la casualidad de que los
veranos de mi infancia transcurrían en un pequeño pueblo, entre las Alpujarras
y la Costa Tropical granadina, donde se habla con el mismo acento con el que lo
hacen los personajes de Lourdes. Pero no es necesaria una conexión regional para
sentirse tocado por sus historias. Más o menos lejano, todos tenemos un
sustrato rural y Memoria del tiempo podría servir de base a un guion
cinematográfico ―me lo imagino rodado por Julio Medem, un director telúrico― sobre
la intrahistoria trágica de España, esa España agropecuaria que ahora está tan
de moda y que para Lourdes no es en absoluto una moda literaria, sino la verdadera
historia de su familia.
Ahora debería hablar sobre aquellos
veranos de mi infancia, de los pequeños agricultores y ganaderos a los que cada
año les rentaba menos el campo, del ensayo de Sergio del Molino, de la representación
de la ruralidad en la novela y la cinematografía del siglo XX español, de ecofeminismo
y de despoblación, de expropiaciones e incendios forestales, de miles de
tractores y cuotas europeas, de sequías y empresas hidroeléctricas, pero entonces
esto no sería una reseña, así que voy a centrarme en el libro.
Memoria
del tiempo se diferencia del resto de novelas ambientadas en un
entorno rural ―por citar solamente algunas muy conocidas: Panza de burro
(2020), de Andrea Abreu; Feria (2020), de Ana Iris Simón; o Canto yo
y la montaña baila (2019), de Irene Solà― por el hecho de que su fuerza motora
no procede de la aspiración literaria de una autora por construirse a sí misma como
profesional de la escritura, y por el hecho de no estar concebida como un artefacto
ideológico que arrojar a la arena del debate social. Por el contrario, la
autora escribió estas páginas, en primer lugar, como un discurso privado, desde
y para la intimidad de su familia, siendo solo de forma secundaria y debido a
la insistencia de sus hijos que se determinó corregir el manuscrito para su publicación.
Este proceso, llevado a cabo, como digo, con ayuda de sus hijos, implicó algunos
recortes también de autocensura, para evitar males mayores en un pueblo en el
que, con pseudónimo o sin pseudónimo, todos se reconocen. Si a ello le sumamos
la destreza narrativa de Lourdes, tenemos que admitir que a estas memorias no
les falta conciencia literaria ―y todo lo que ello implica―. No se trata, por tanto,
de un mero documento historiográfico ―o etnográfico, como he leído por ahí― sino
de una novela con todas las de la ley. Añadamos que la autora, nacida en plena
posguerra y pese haber asistido solamente quince días a la escuela, ya desde muy
pequeña empezó a «escribir» poemas ―en su imaginación, no en un papel― que ha
conservado hasta ahora en su memoria, y de los cuales ha publicado también algún
librito. Por ende, con cerca de ochenta años, Lourdes Hernández Martín aprendió
a escribir a ordenador solo para pasar a limpio esos recuerdos que tenía copiados
en cuadernos. El resultado es esta Memoria del tiempo que ya va por su
tercera edición. Solo está a la venta en una librería, la Librería Piñar,
en La Zubia.
El
instinto literario de Lourdes hace que estas memorias conserven el acento de la
tradición oral pero funcionen muy bien como texto legible. Su sencillez nos regresa
al grado cero de la escritura, no como una sofisticación del estilo, sino como consecuencia
del amor de una abuela que les cuenta a sus nietos esos cuentos populares ―que
Propp llamaría fantásticos― y esas anécdotas de puertas para dentro,
transmitidas de generación en generación, al calor de una cocina de leña en las
largas noches de invierno de Sierra Nevada. Por eso, este libro me recuerda a
los orígenes de la literatura, a la construcción de la identidad de los
pueblos, al laborioso paso de una cultura oral y mnemotécnica a una tradición
escrita.
La
indudable nostalgia que inspiran estas páginas no es debida a una crítica
sociológica ni a una moda literaria, sino al simple deseo de conservación de unos
recuerdos en los que se reflejan unos modos de vida que ya no volverán. Por
otra parte, su retrato de la vida en el campo sí parece un poco idealizado,
especialmente en los tiempos anteriores a la Guerra Civil, pues a partir de
entonces la cosa cambia. Hasta ese momento, los «personajes» se encuentran aceptablemente
adaptados a su entorno, no hay un cuestionamiento de los valores tradicionales,
ni una crítica explícita al orden socioeconómico, ni se insiste en la dureza del
trabajo en el campo, aunque tampoco se elude su lado más cruel, como lo que se
refiere, por ejemplo, a la alta mortalidad infantil de la época. Lo que leemos,
en cambio, es el punto de vista de unos protagonistas que admiten sus
condiciones de existencia casi como consecuencia de un orden natural o de un
ecosistema dentro del cual es posible la felicidad, el amor, la diversión y
hasta cierta prosperidad económica, en función de la suerte y del esfuerzo ―pero,
repito, que esta situación cambiará radicalmente a partir de la Guerra Civil―. Me
llama especialmente la atención que no se haga hincapié en la dureza del
trabajo en el campo, sin duda porque este aspecto se da por sobreentendido. Recordemos
que los destinatarios primarios de este texto eran los familiares directos de
la autora, y a lo sumo algunos vecinos de Güéjar Sierra, es decir, personas acostumbradas
de sobra al esfuerzo que supone hacerse cargo de un pedazo de tierra. Los
urbanitas que nunca han vareado olivos, ni recogido almendras en agosto, ni le han
salido ampollas de escardar, difícilmente podrán hacerse una idea. Pues ese es
el telón de fondo en el que suceden las historias de amor y las anécdotas de la
genealogía de «los sidoros».
Estamos
acostumbrados a leer los episodios de la Guerra Civil desde una perspectiva
masculina: las batallas, las trincheras, los paseos... etc. Por el contrario, aquí
la guerra se nos cuenta desde el punto de vista de la desesperación de unas mujeres
que ven como sus padres, sus maridos y sus hijos son apartados de ellas, a
veces para siempre: la impotencia frente a las injusticias, sobre todo aquellas
perpetradas después de la contienda, los ajusticiamientos, las visitas a la cárcel,
las desgracias y los racionamientos y las penalidades de los años del hambre. Sin
embargo, es en esos momentos cuando la narración da un giro a la primera
persona y nos encontramos a una niña que nos cuenta, desde su mirada atenta, aquellos
años terribles, insertando también algunas historias que sus mayores le
cuentan. A través de sus ojos infantiles asistimos al drama colectivo de la
posguerra, pero también a los juegos de los niños del pueblo, las trastadas y anécdotas
de casa. Vemos a Lourdes crecer: sus primeras experiencias laborales, sus primeros
pretendientes, su noviazgo y su boda. Observamos la Granada de la época: sus
medios de transporte, sus costumbres y sus clases sociales, todo ello en la voz
de una niña con un carácter muy suyo y sus propias ideas.
En
conclusión, el valor de este libro, en mi opinión, reside en su pericia
narrativa, su sencillez expresiva y en haber sido escrito con el corazón. En
una entrevista para Canal Sur TV, la ya octogenaria Lourdes Hernández Martín
confesaba que, a sus años, le había costado trabajo terminar de escribir este libro, pero
que se sentía «con una misión cumplida». Desde luego, no puedo estar más de
acuerdo. Donde se ponga una abuela, que se quite Houellebecq.