blog de Jorge Díaz Martínez

martes, 23 de agosto de 2022

Okaeri, de Eduardo Chivite




Okaeri
Eduardo Chivite
Editorial Cántico, 2021.

La prisa por publicar, tan característica de los malos ―y también de algunos buenos― poetas, no hizo mella en la paciencia de Eduardo Chivite, quien ha esperado algo más de un cuarto de siglo (si contamos desde sus dieciocho, por ejemplo) para dar a la imprenta Okaeri (Ed. Cántico, 2021), su primer libro de poesía. Hasta ahora, solo había ejercido como antólogo, promotor cultural, investigador filológico, profesor de dramaturgia y productor teatral, entre otras cosas. De su labor como crítico, destacaría sus antologías La sátira contra la mala poesía (Berenice, 2008) y Terreno fértil. Un ámbito poético (Cangrejo Pistolero, 2010).

Antes de todo eso, cuando todavía éramos estudiantes en la FFL de la UCO (un edificio barroco con palmeras y fantasmas en la judería de Córdoba) yo le había «publicado» (por así decirlo: era un pliego ilustrado por mi hermano, fotocopias en unas cartulinas con un número de depósito legal) Enversos en camisones húmedos (1998), la historia de un amor lésbico esbozada en cinco poemas en prosa. Una década después, su primer libro, Sharaija murió con trece años (La Bella Varsovia, 2008), incluía también cinco poemas en prosa + cinco microrrelatos + una obra de teatro ―que se ha representado varias veces, en distintos escenarios―. Sin embargo, como decía, Okaeri es su primer libro íntegramente de poesía; de poemas en prosa.    

Si destaco este rasgo de la poética de Eduardo Chivite es porque me parece indicativo de su deseo de alejarse de las convenciones del género; tal vez su conocimiento experto de la mala poesía le haga huir de sus rancias retóricas. Así que, en vez de en una estructura estrófica anclada en la tradición, Eduardo Chivite busca la fibra (del texto) en el texto, ensamblando fragmentos de intensidad, detalles que suceden en un tiempo imperfecto y que construyen esa mirada onírica tan propia del autor, cargada de lecturas de la infancia, referencias bibliófilas y ficciones soñadas. Eduardo Chivite escribe en prosa porque encuentra en ella la poesía, es decir, al revés de los que confunden la poesía con la tecla del intro.

Okaeri es como una narración deshilvanada, compuesta de retales de relatos, el sedimento fértil de una profunda cuenca bibliográfica. Sus pinceladas ligeras como una referencia impresionista son pistas que conducen a un laberinto borgiano. Es un libro ilustrado, doblemente ilustrado. Y el título, no hace falta explicarlo.

  

 

 

 

 

 

 

 

  

miércoles, 17 de agosto de 2022

HISTORIAS RURALES (REALES). MEMORIA DEL TIEMPO, de Lourdes Hernández Martín.


Memoria del tiempo
Lourdes Hernández Martín
2019 

Por Jorge Díaz Martínez

Una mañana, observé que uno mis alumnos de 1º de la ESO estaba leyendo un libro de más de quinientas páginas, cosa bastante inusual en estos tiempos. Manuel me dijo que lo había escrito su abuela y, después de echarle un vistazo, le pedí que me lo trajera ―pagándoselo, por supuesto―. Se trataba de Memoria del tiempo, de Lourdes Hernández Martín. Un libro de memorias. Me picaba la curiosidad ante esa muestra de «escritura del yo» de carácter local y, con toda probabilidad, ajena a las supersticiones del mercado literario. No tenía muchas expectativas puestas en su lectura, pero el libro me enganchó desde el principio. Esos días anduve pendiente de sus páginas, emocionado con sus historias reales, de su propia sangre, e identificado, en buena parte, con su geografía. Esa geografía es la de los pueblos y cortijos de la cara norte de Sierra Nevada, las Alpujarras y la ciudad de Granada. Da la casualidad de que los veranos de mi infancia transcurrían en un pequeño pueblo, entre las Alpujarras y la Costa Tropical granadina, donde se habla con el mismo acento con el que lo hacen los personajes de Lourdes. Pero no es necesaria una conexión regional para sentirse tocado por sus historias. Más o menos lejano, todos tenemos un sustrato rural y Memoria del tiempo podría servir de base a un guion cinematográfico ―me lo imagino rodado por Julio Medem, un director telúrico― sobre la intrahistoria trágica de España, esa España agropecuaria que ahora está tan de moda y que para Lourdes no es en absoluto una moda literaria, sino la verdadera historia de su familia.

            Ahora debería hablar sobre aquellos veranos de mi infancia, de los pequeños agricultores y ganaderos a los que cada año les rentaba menos el campo, del ensayo de Sergio del Molino, de la representación de la ruralidad en la novela y la cinematografía del siglo XX español, de ecofeminismo y de despoblación, de expropiaciones e incendios forestales, de miles de tractores y cuotas europeas, de sequías y empresas hidroeléctricas, pero entonces esto no sería una reseña, así que voy a centrarme en el libro.

Memoria del tiempo se diferencia del resto de novelas ambientadas en un entorno rural ―por citar solamente algunas muy conocidas: Panza de burro (2020), de Andrea Abreu; Feria (2020), de Ana Iris Simón; o Canto yo y la montaña baila (2019), de Irene Solà― por el hecho de que su fuerza motora no procede de la aspiración literaria de una autora por construirse a sí misma como profesional de la escritura, y por el hecho de no estar concebida como un artefacto ideológico que arrojar a la arena del debate social. Por el contrario, la autora escribió estas páginas, en primer lugar, como un discurso privado, desde y para la intimidad de su familia, siendo solo de forma secundaria y debido a la insistencia de sus hijos que se determinó corregir el manuscrito para su publicación. Este proceso, llevado a cabo, como digo, con ayuda de sus hijos, implicó algunos recortes también de autocensura, para evitar males mayores en un pueblo en el que, con pseudónimo o sin pseudónimo, todos se reconocen. Si a ello le sumamos la destreza narrativa de Lourdes, tenemos que admitir que a estas memorias no les falta conciencia literaria ―y todo lo que ello implica―. No se trata, por tanto, de un mero documento historiográfico ―o etnográfico, como he leído por ahí― sino de una novela con todas las de la ley. Añadamos que la autora, nacida en plena posguerra y pese haber asistido solamente quince días a la escuela, ya desde muy pequeña empezó a «escribir» poemas ―en su imaginación, no en un papel― que ha conservado hasta ahora en su memoria, y de los cuales ha publicado también algún librito. Por ende, con cerca de ochenta años, Lourdes Hernández Martín aprendió a escribir a ordenador solo para pasar a limpio esos recuerdos que tenía copiados en cuadernos. El resultado es esta Memoria del tiempo que ya va por su tercera edición. Solo está a la venta en una librería, la Librería Piñar, en La Zubia.

El instinto literario de Lourdes hace que estas memorias conserven el acento de la tradición oral pero funcionen muy bien como texto legible. Su sencillez nos regresa al grado cero de la escritura, no como una sofisticación del estilo, sino como consecuencia del amor de una abuela que les cuenta a sus nietos esos cuentos populares ―que Propp llamaría fantásticos― y esas anécdotas de puertas para dentro, transmitidas de generación en generación, al calor de una cocina de leña en las largas noches de invierno de Sierra Nevada. Por eso, este libro me recuerda a los orígenes de la literatura, a la construcción de la identidad de los pueblos, al laborioso paso de una cultura oral y mnemotécnica a una tradición escrita.

La indudable nostalgia que inspiran estas páginas no es debida a una crítica sociológica ni a una moda literaria, sino al simple deseo de conservación de unos recuerdos en los que se reflejan unos modos de vida que ya no volverán. Por otra parte, su retrato de la vida en el campo sí parece un poco idealizado, especialmente en los tiempos anteriores a la Guerra Civil, pues a partir de entonces la cosa cambia. Hasta ese momento, los «personajes» se encuentran aceptablemente adaptados a su entorno, no hay un cuestionamiento de los valores tradicionales, ni una crítica explícita al orden socioeconómico, ni se insiste en la dureza del trabajo en el campo, aunque tampoco se elude su lado más cruel, como lo que se refiere, por ejemplo, a la alta mortalidad infantil de la época. Lo que leemos, en cambio, es el punto de vista de unos protagonistas que admiten sus condiciones de existencia casi como consecuencia de un orden natural o de un ecosistema dentro del cual es posible la felicidad, el amor, la diversión y hasta cierta prosperidad económica, en función de la suerte y del esfuerzo ―pero, repito, que esta situación cambiará radicalmente a partir de la Guerra Civil―. Me llama especialmente la atención que no se haga hincapié en la dureza del trabajo en el campo, sin duda porque este aspecto se da por sobreentendido. Recordemos que los destinatarios primarios de este texto eran los familiares directos de la autora, y a lo sumo algunos vecinos de Güéjar Sierra, es decir, personas acostumbradas de sobra al esfuerzo que supone hacerse cargo de un pedazo de tierra. Los urbanitas que nunca han vareado olivos, ni recogido almendras en agosto, ni le han salido ampollas de escardar, difícilmente podrán hacerse una idea. Pues ese es el telón de fondo en el que suceden las historias de amor y las anécdotas de la genealogía de «los sidoros».   

Estamos acostumbrados a leer los episodios de la Guerra Civil desde una perspectiva masculina: las batallas, las trincheras, los paseos... etc. Por el contrario, aquí la guerra se nos cuenta desde el punto de vista de la desesperación de unas mujeres que ven como sus padres, sus maridos y sus hijos son apartados de ellas, a veces para siempre: la impotencia frente a las injusticias, sobre todo aquellas perpetradas después de la contienda, los ajusticiamientos, las visitas a la cárcel, las desgracias y los racionamientos y las penalidades de los años del hambre. Sin embargo, es en esos momentos cuando la narración da un giro a la primera persona y nos encontramos a una niña que nos cuenta, desde su mirada atenta, aquellos años terribles, insertando también algunas historias que sus mayores le cuentan. A través de sus ojos infantiles asistimos al drama colectivo de la posguerra, pero también a los juegos de los niños del pueblo, las trastadas y anécdotas de casa. Vemos a Lourdes crecer: sus primeras experiencias laborales, sus primeros pretendientes, su noviazgo y su boda. Observamos la Granada de la época: sus medios de transporte, sus costumbres y sus clases sociales, todo ello en la voz de una niña con un carácter muy suyo y sus propias ideas. 

En conclusión, el valor de este libro, en mi opinión, reside en su pericia narrativa, su sencillez expresiva y en haber sido escrito con el corazón. En una entrevista para Canal Sur TV, la ya octogenaria Lourdes Hernández Martín confesaba que, a sus años, le había costado trabajo terminar de escribir este libro, pero que se sentía «con una misión cumplida». Desde luego, no puedo estar más de acuerdo. Donde se ponga una abuela, que se quite Houellebecq.


jueves, 11 de agosto de 2022

Las aventuras del Ítaka, de Manuel de Pinedo



A finales de curso me regalaron este librito, editado por el Real Club Náutico de Adra. Evidentemente, no lo reseño para que lo compréis, porque no creo que sea fácil de conseguir. El autor es Manuel de Pinedo, quien en los años de la transición dirigió un grupo y una sala de teatro, representando, según tengo entendido, por primera vez en España, o uno de los primeros desde los tiempos de la II República, una obra de F. G. Lorca.

Las aventuras del Ìtaca es un relato autobiográfico, redactado en un estilo claro y sencillo: un relato de pérdida y de superación. Manuel, con tres hijos, se queda viudo. Para intentar superar la pérdida de su esposa, a pesar de su edad y en contra de la opinión de sus amigos y familiares, Manuel decide sacarse el título para embarcaciones de recreo y comprarse un velero. Lo que sigue es la historia de las pequeñas anécdotas y aventuras a bordo del Ìtaca, en compañía de sus hijos, amigos y familiares. Un relato con final feliz, en el que destaca el carácter, ya de otros tiempos, de sus protagonistas y, sobre todo, el valor terapéutico de mirar hacia adelante y el valor de la escritura.

La verdad es que muchas veces me gusta leer cosas así, sencillas, autobiográficas, sin pretensiones, pero con alma. Muchas gracias por esta lectura y un abrazo para Manuel, navegantes y compañía. 

martes, 9 de agosto de 2022

Las maravillas. Elena Medel



Las maravillas, primera novela de Elena Medel, habla de esas historias que nunca se escriben: las vidas grises de unas mujeres de clase humilde, empujadas a estrecheces y trabajos esclavos, sometidas a prejuicios, castigadas por la suerte o por su propia familia, pero que a pesar de todo se rebelan, cada una a su manera, y a costa de penalidades, para ser ellas mismas, para defender su propia independencia (un trabajo precario, el alquiler de un pequeño piso en el extrarradio, su libertad sexual) antes que asumir los roles ancestrales que les hubieran tocado por ser mujer (y pobre), o por ser "la mujer de". Esta ópera prima narrativa de Elena Medel comparte con Chatterton, su último poemario, sus ejes de gravedad: la denuncia feminista de la amargura socioeconómica que en la que nacen y viven muchas mujeres. Las relaciones sin sentido, la explotación laboral, los medios de transporte público como espacio simbólico y homogeneizador, etc. En la novela, la narración omnisciente nos permite asistir a la crueldad de unas existencias contaminadas por la necesidad, pero también a la autoafirmación de quienes se niegan a seguir ocupando ese lugar secundario que les reserva, no solo un determinismo (o violencia) estructural, sino, directamente –"lo personal es político"– la mirada masculina de sus parejas. No se trata de una novela ligera de verano. Elena Medel nos revela con crudeza la psicología, el carácter alejado de los tópicos, las dobleces y la fuerza interior de estas mujeres, como pocas veces se nos había contado.

viernes, 5 de agosto de 2022

Canto yo y la montaña baila. Irene Solà

He leído Canto yo y la montaña baila en castellano y pienso hacerlo también en catalán: Canto jo i la montanya balla, a ratitos, por placer y para refrescar mi familiaridad con un idioma que tengo demasiado abandonado. Los premios que se ha llevado esta novela, sin duda los merece. Las voces femeninas ―y, en general, casi todas las voces de este libro―, me han recordado a las voces, igualmente rurales, compulsivas y poéticas, de los personajes de F.G. Lorca. La trama intergeneracional, etérea y esotérica, con su mezcla de amor y de tragedia, al realismo de Gabriel García Márquez. Y la focalización, no sé, a la tradición del cuento corto, siempre dado a estas sorpresas. De hecho, muchos de sus capítulos pueden leerse como magníficos relatos independientes. Pienso en Irene Solà en un autobús de Londres, los pasajeros la mirarían algunos con desprecio, otros con curiosidad y otros con indiferencia, sin saber que esas notas que garabateaba en su cuaderno se convertirían en una de las mejores novelas del S. XXI europeo. Es un libro que parece escrito en otra época, una época en la que todavía se creía en la plasticidad del idioma, en la narrativa lírica, en la exuberancia del lenguaje, en las palabras conmovedoras y en la poesía. Tiene la frescura lúdica de la gran literatura.

miércoles, 3 de agosto de 2022

Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural. Virginia Mendoza


 Llevo en el bolso Quién te cerrará los ojos, el libro de Virginia Mendoza sobre la despoblación de las zonas rurales. En la terraza del Llévatecafé, en el Albaicín, Emma mira en su móvil anuncios de fincas rústicas. Vemos una tirada de precio, por 25.000€. Y otra con once marjales de aguacates, agua de riego y luz, buen acceso y una caseta de aperos, por 100000€. Como Emma, miles de jóvenes buscan todos los días una parcela en un pueblo, un lugar alejado del mundanal ruido en el que cultivar sus tomates y ganar en autosuficiencia. Pero no son los únicos. Los grandes fondos de inversión también han puesto sus ojos sobre el campo. Las multinacionales agrícolas buscan grandes latifundios en los que implementar sus sistemas de cultivo intensivo haciendo uso de cantidades industriales de pesticidas, herbicidas y quién sabe qué más. Aquellos que viven cerca de sus explotaciones saben bien en qué acaba todo eso, por eso evitan beber el agua de los pozos y a veces ni siquiera la del grifo. La indefensión de los pequeños agricultores y ganaderos, a la vez propietarios y trabajadores de sus fincas, la lucha desigual entre sus sistemas tradicionales de cultivo que se mantienen en equilibrio con el medio y las explotaciones que convierten el campo en una fábrica, un océano de plástico o una macrogranja para llenar los bolsillos de personas que no viven allí ni les importa la contaminación de los acuíferos, la alteración los ecosistemas o la desaparición de culturas centenarias, no es nueva.

El campo sigue siendo ese lugar al que volver, aunque sea de turismo rural, pero la despoblación sigue ganando la partida. En Quien te cerrará los ojos, Virginia Mendoza nos habla de Eugene Smith, el fotógrafo que sorteó la censura franquista para publicar en Life las imágenes de una posguerra mísera y profunda. Nos habla de las novelas de Miguel Delibes y Julio Llamazares, del ensayo de Sergio del Molino. Pero sobre todo nos habla de personas reales, los últimos habitantes de sus pueblos, portadores de dialectos que morirán con ellos. Podemos imaginarla por rincones olvidados de la geografía española, acercándose al umbral de cortijos semiderruidos, llamando a viejas puertas de madera para encontrar la voz de los supervivientes, aquellos que se han quedado, que se han negado a marcharse, y también la de aquellos urbanitas que han querido volver a sus raíces.

Los renglones de este libro me recuerdan a las arterias de un organismo vivo, porque sus episodios, pequeños reportajes literarios, nacen de su convivencia con estos rebeldes empecinados, con la memoria de un tiempo en extinción, con candiles de aceite, establos y gallinas. Algunos solo esperan que, con ellos, desaparezca su pueblo, mientras que otros se empeñan en restaurar sus calles y sus casas. Las historias que nos cuenta Virginia son una pequeña muestra de millones de vidas anónimas cuyas tragedias nunca conoceremos, habitantes que lucharon, trabajaron, se enamoraron perdidamente, tuvieron hijos y esperanzas y duelos, los llamaron incultos, atrasados, analfabetos, expropiaron sus terrenos, inundaron sus pueblos, sus hijos emigraron y el estado los abandonó, los dejó incomunicados, sin correos, sin escuelas ni campanas en la Iglesia. Los capítulos de este libro te pegan un pellizco en el pecho.

“Si la casa es el lugar al que volver, tener pueblo es una versión sentimental de tener casa. Necesitamos la casa del pueblo, la de la abuela y, si no tenemos pueblo, posiblemente echaremos de menos un lugar en el que nunca estuvimos”.

Virginia termina recordándonos a Azarías, el personaje de Los santos inocentes que se orina en las manos para que no se le agrieten con el frío. Virginia nos dice: “La ruptura entre su mundo y el nuestro no solo ocurre en la epidermis: también sucede cuando el Azarías se mea en las manos y unos reaccionamos con asco y otros con indiferencia.” En la terraza del Llévatecafé, yo estoy preocupado por las medusas, esta tarde me bajo a la playa. Clara que me dice que, aunque me parezca raro, el mejor tratamiento para las picaduras es la urea, sí, la propia orina. Por lo visto, no todo está perdido.  

lunes, 1 de agosto de 2022

Vozdevieja, de Elisa Victoria

 

La posición periférica de los cómics en el campo de los géneros narrativos les ha permitido profundizar en zonas alejadas del canon de lo aceptable, lo reconocible y, por usar un término decimonónico, “lo burgués”. Estas áreas incluyen la fantasía, el erotismo, el terror y lo grotesco, en las que ha acabado sacándole bastante ventaja a la literatura “pura”. Mucha de esta libertad autoconcedida hay en la primera novela de Elisa Victoria, Vozdevieja (así, todo junto). Empieza por mostrarnos el placer de la protagonista, Marina, una niña de nueve años, viendo cagar a su abuela, entre otras escenas escatológicas. Otro aspecto tabú, el de la sexualidad infantil, aparece sin tapujos. Es una novela densa, redactada en presente y con una sintaxis a destajo: la mirada directa de la prota. Ambientada en la Sevilla de los noventa, con la resaca de la Expo, están muy bien captados los giros del habla coloquial, con toda su carga emocional. A veces se me ha hecho difícil, precisamente por esa atmósfera asfixiante en la que vive Marina, cuyas mejores vías de escape ante la dependencia infantil, la precaria situación familiar y las constricciones de su psicología (la frustración del amor y del deseo), son los filetes empanados, las escenas sangrientas hurtadas de los cómics y la pornografía. En ocasiones, Marina me ha resultado inverosímil, por la excesiva madurez de algunos de sus diálogos. Poco a poco, consigue transmitirnos, a través de su disgusto, no solamente una crítica social muy pertinente, sino también, o sobre todo, una sensibilidad en la que reconocernos ―y no me refiero a lo gore, eso ya dependerá de los gustos―. En las pausas que he hecho, he notado ese poso de lectura: el mundo de Marina se me había metido dentro, me llamaba para que siguiera tirando del hilo. En definitiva, un libro que a veces puede resultar muy agobiante, otras veces desagrada, otras veces enternece y al final merece la pena. De diez.