blog de Jorge Díaz Martínez

miércoles, 3 de agosto de 2022

Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural. Virginia Mendoza


 Llevo en el bolso Quién te cerrará los ojos, el libro de Virginia Mendoza sobre la despoblación de las zonas rurales. En la terraza del Llévatecafé, en el Albaicín, Emma mira en su móvil anuncios de fincas rústicas. Vemos una tirada de precio, por 25.000€. Y otra con once marjales de aguacates, agua de riego y luz, buen acceso y una caseta de aperos, por 100000€. Como Emma, miles de jóvenes buscan todos los días una parcela en un pueblo, un lugar alejado del mundanal ruido en el que cultivar sus tomates y ganar en autosuficiencia. Pero no son los únicos. Los grandes fondos de inversión también han puesto sus ojos sobre el campo. Las multinacionales agrícolas buscan grandes latifundios en los que implementar sus sistemas de cultivo intensivo haciendo uso de cantidades industriales de pesticidas, herbicidas y quién sabe qué más. Aquellos que viven cerca de sus explotaciones saben bien en qué acaba todo eso, por eso evitan beber el agua de los pozos y a veces ni siquiera la del grifo. La indefensión de los pequeños agricultores y ganaderos, a la vez propietarios y trabajadores de sus fincas, la lucha desigual entre sus sistemas tradicionales de cultivo que se mantienen en equilibrio con el medio y las explotaciones que convierten el campo en una fábrica, un océano de plástico o una macrogranja para llenar los bolsillos de personas que no viven allí ni les importa la contaminación de los acuíferos, la alteración los ecosistemas o la desaparición de culturas centenarias, no es nueva.

El campo sigue siendo ese lugar al que volver, aunque sea de turismo rural, pero la despoblación sigue ganando la partida. En Quien te cerrará los ojos, Virginia Mendoza nos habla de Eugene Smith, el fotógrafo que sorteó la censura franquista para publicar en Life las imágenes de una posguerra mísera y profunda. Nos habla de las novelas de Miguel Delibes y Julio Llamazares, del ensayo de Sergio del Molino. Pero sobre todo nos habla de personas reales, los últimos habitantes de sus pueblos, portadores de dialectos que morirán con ellos. Podemos imaginarla por rincones olvidados de la geografía española, acercándose al umbral de cortijos semiderruidos, llamando a viejas puertas de madera para encontrar la voz de los supervivientes, aquellos que se han quedado, que se han negado a marcharse, y también la de aquellos urbanitas que han querido volver a sus raíces.

Los renglones de este libro me recuerdan a las arterias de un organismo vivo, porque sus episodios, pequeños reportajes literarios, nacen de su convivencia con estos rebeldes empecinados, con la memoria de un tiempo en extinción, con candiles de aceite, establos y gallinas. Algunos solo esperan que, con ellos, desaparezca su pueblo, mientras que otros se empeñan en restaurar sus calles y sus casas. Las historias que nos cuenta Virginia son una pequeña muestra de millones de vidas anónimas cuyas tragedias nunca conoceremos, habitantes que lucharon, trabajaron, se enamoraron perdidamente, tuvieron hijos y esperanzas y duelos, los llamaron incultos, atrasados, analfabetos, expropiaron sus terrenos, inundaron sus pueblos, sus hijos emigraron y el estado los abandonó, los dejó incomunicados, sin correos, sin escuelas ni campanas en la Iglesia. Los capítulos de este libro te pegan un pellizco en el pecho.

“Si la casa es el lugar al que volver, tener pueblo es una versión sentimental de tener casa. Necesitamos la casa del pueblo, la de la abuela y, si no tenemos pueblo, posiblemente echaremos de menos un lugar en el que nunca estuvimos”.

Virginia termina recordándonos a Azarías, el personaje de Los santos inocentes que se orina en las manos para que no se le agrieten con el frío. Virginia nos dice: “La ruptura entre su mundo y el nuestro no solo ocurre en la epidermis: también sucede cuando el Azarías se mea en las manos y unos reaccionamos con asco y otros con indiferencia.” En la terraza del Llévatecafé, yo estoy preocupado por las medusas, esta tarde me bajo a la playa. Clara que me dice que, aunque me parezca raro, el mejor tratamiento para las picaduras es la urea, sí, la propia orina. Por lo visto, no todo está perdido.