El campo sigue siendo ese lugar al que volver, aunque sea de
turismo rural, pero la despoblación sigue ganando la partida. En Quien te
cerrará los ojos, Virginia Mendoza nos habla de Eugene Smith, el fotógrafo
que sorteó la censura franquista para publicar en Life las imágenes de una
posguerra mísera y profunda. Nos habla de las novelas de Miguel Delibes y Julio
Llamazares, del ensayo de Sergio del Molino. Pero sobre todo nos habla de personas
reales, los últimos habitantes de sus pueblos, portadores de dialectos que
morirán con ellos. Podemos imaginarla por rincones olvidados de la geografía
española, acercándose al umbral de cortijos semiderruidos, llamando a viejas
puertas de madera para encontrar la voz de los supervivientes, aquellos que se
han quedado, que se han negado a marcharse, y también la de aquellos urbanitas que
han querido volver a sus raíces.
Los renglones de este libro me recuerdan a las arterias de
un organismo vivo, porque sus episodios, pequeños reportajes literarios, nacen
de su convivencia con estos rebeldes empecinados, con la memoria de un tiempo
en extinción, con candiles de aceite, establos y gallinas. Algunos solo esperan
que, con ellos, desaparezca su pueblo, mientras que otros se empeñan en
restaurar sus calles y sus casas. Las historias que nos cuenta Virginia son una
pequeña muestra de millones de vidas anónimas cuyas tragedias nunca conoceremos,
habitantes que lucharon, trabajaron, se enamoraron perdidamente, tuvieron hijos
y esperanzas y duelos, los llamaron incultos, atrasados, analfabetos, expropiaron
sus terrenos, inundaron sus pueblos, sus hijos emigraron y el estado los abandonó,
los dejó incomunicados, sin correos, sin escuelas ni campanas en la Iglesia. Los
capítulos de este libro te pegan un pellizco en el pecho.
“Si la casa es el lugar al que volver, tener pueblo es una
versión sentimental de tener casa. Necesitamos la casa del pueblo, la de la
abuela y, si no tenemos pueblo, posiblemente echaremos de menos un lugar en el
que nunca estuvimos”.
Virginia termina recordándonos a Azarías, el personaje de Los
santos inocentes que se orina en las manos para que no se le agrieten con
el frío. Virginia nos dice: “La ruptura entre su mundo y el nuestro no solo
ocurre en la epidermis: también sucede cuando el Azarías se mea en las manos y
unos reaccionamos con asco y otros con indiferencia.” En la terraza del Llévatecafé,
yo estoy preocupado por las medusas, esta tarde me bajo a la playa. Clara que
me dice que, aunque me parezca raro, el mejor tratamiento para las picaduras es
la urea, sí, la propia orina. Por lo visto, no todo está perdido.