blog de Jorge Díaz Martínez

miércoles, 17 de agosto de 2022

HISTORIAS RURALES (REALES). MEMORIA DEL TIEMPO, de Lourdes Hernández Martín.


Memoria del tiempo
Lourdes Hernández Martín
2019 

Por Jorge Díaz Martínez

Una mañana, observé que uno mis alumnos de 1º de la ESO estaba leyendo un libro de más de quinientas páginas, cosa bastante inusual en estos tiempos. Manuel me dijo que lo había escrito su abuela y, después de echarle un vistazo, le pedí que me lo trajera ―pagándoselo, por supuesto―. Se trataba de Memoria del tiempo, de Lourdes Hernández Martín. Un libro de memorias. Me picaba la curiosidad ante esa muestra de «escritura del yo» de carácter local y, con toda probabilidad, ajena a las supersticiones del mercado literario. No tenía muchas expectativas puestas en su lectura, pero el libro me enganchó desde el principio. Esos días anduve pendiente de sus páginas, emocionado con sus historias reales, de su propia sangre, e identificado, en buena parte, con su geografía. Esa geografía es la de los pueblos y cortijos de la cara norte de Sierra Nevada, las Alpujarras y la ciudad de Granada. Da la casualidad de que los veranos de mi infancia transcurrían en un pequeño pueblo, entre las Alpujarras y la Costa Tropical granadina, donde se habla con el mismo acento con el que lo hacen los personajes de Lourdes. Pero no es necesaria una conexión regional para sentirse tocado por sus historias. Más o menos lejano, todos tenemos un sustrato rural y Memoria del tiempo podría servir de base a un guion cinematográfico ―me lo imagino rodado por Julio Medem, un director telúrico― sobre la intrahistoria trágica de España, esa España agropecuaria que ahora está tan de moda y que para Lourdes no es en absoluto una moda literaria, sino la verdadera historia de su familia.

            Ahora debería hablar sobre aquellos veranos de mi infancia, de los pequeños agricultores y ganaderos a los que cada año les rentaba menos el campo, del ensayo de Sergio del Molino, de la representación de la ruralidad en la novela y la cinematografía del siglo XX español, de ecofeminismo y de despoblación, de expropiaciones e incendios forestales, de miles de tractores y cuotas europeas, de sequías y empresas hidroeléctricas, pero entonces esto no sería una reseña, así que voy a centrarme en el libro.

Memoria del tiempo se diferencia del resto de novelas ambientadas en un entorno rural ―por citar solamente algunas muy conocidas: Panza de burro (2020), de Andrea Abreu; Feria (2020), de Ana Iris Simón; o Canto yo y la montaña baila (2019), de Irene Solà― por el hecho de que su fuerza motora no procede de la aspiración literaria de una autora por construirse a sí misma como profesional de la escritura, y por el hecho de no estar concebida como un artefacto ideológico que arrojar a la arena del debate social. Por el contrario, la autora escribió estas páginas, en primer lugar, como un discurso privado, desde y para la intimidad de su familia, siendo solo de forma secundaria y debido a la insistencia de sus hijos que se determinó corregir el manuscrito para su publicación. Este proceso, llevado a cabo, como digo, con ayuda de sus hijos, implicó algunos recortes también de autocensura, para evitar males mayores en un pueblo en el que, con pseudónimo o sin pseudónimo, todos se reconocen. Si a ello le sumamos la destreza narrativa de Lourdes, tenemos que admitir que a estas memorias no les falta conciencia literaria ―y todo lo que ello implica―. No se trata, por tanto, de un mero documento historiográfico ―o etnográfico, como he leído por ahí― sino de una novela con todas las de la ley. Añadamos que la autora, nacida en plena posguerra y pese haber asistido solamente quince días a la escuela, ya desde muy pequeña empezó a «escribir» poemas ―en su imaginación, no en un papel― que ha conservado hasta ahora en su memoria, y de los cuales ha publicado también algún librito. Por ende, con cerca de ochenta años, Lourdes Hernández Martín aprendió a escribir a ordenador solo para pasar a limpio esos recuerdos que tenía copiados en cuadernos. El resultado es esta Memoria del tiempo que ya va por su tercera edición. Solo está a la venta en una librería, la Librería Piñar, en La Zubia.

El instinto literario de Lourdes hace que estas memorias conserven el acento de la tradición oral pero funcionen muy bien como texto legible. Su sencillez nos regresa al grado cero de la escritura, no como una sofisticación del estilo, sino como consecuencia del amor de una abuela que les cuenta a sus nietos esos cuentos populares ―que Propp llamaría fantásticos― y esas anécdotas de puertas para dentro, transmitidas de generación en generación, al calor de una cocina de leña en las largas noches de invierno de Sierra Nevada. Por eso, este libro me recuerda a los orígenes de la literatura, a la construcción de la identidad de los pueblos, al laborioso paso de una cultura oral y mnemotécnica a una tradición escrita.

La indudable nostalgia que inspiran estas páginas no es debida a una crítica sociológica ni a una moda literaria, sino al simple deseo de conservación de unos recuerdos en los que se reflejan unos modos de vida que ya no volverán. Por otra parte, su retrato de la vida en el campo sí parece un poco idealizado, especialmente en los tiempos anteriores a la Guerra Civil, pues a partir de entonces la cosa cambia. Hasta ese momento, los «personajes» se encuentran aceptablemente adaptados a su entorno, no hay un cuestionamiento de los valores tradicionales, ni una crítica explícita al orden socioeconómico, ni se insiste en la dureza del trabajo en el campo, aunque tampoco se elude su lado más cruel, como lo que se refiere, por ejemplo, a la alta mortalidad infantil de la época. Lo que leemos, en cambio, es el punto de vista de unos protagonistas que admiten sus condiciones de existencia casi como consecuencia de un orden natural o de un ecosistema dentro del cual es posible la felicidad, el amor, la diversión y hasta cierta prosperidad económica, en función de la suerte y del esfuerzo ―pero, repito, que esta situación cambiará radicalmente a partir de la Guerra Civil―. Me llama especialmente la atención que no se haga hincapié en la dureza del trabajo en el campo, sin duda porque este aspecto se da por sobreentendido. Recordemos que los destinatarios primarios de este texto eran los familiares directos de la autora, y a lo sumo algunos vecinos de Güéjar Sierra, es decir, personas acostumbradas de sobra al esfuerzo que supone hacerse cargo de un pedazo de tierra. Los urbanitas que nunca han vareado olivos, ni recogido almendras en agosto, ni le han salido ampollas de escardar, difícilmente podrán hacerse una idea. Pues ese es el telón de fondo en el que suceden las historias de amor y las anécdotas de la genealogía de «los sidoros».   

Estamos acostumbrados a leer los episodios de la Guerra Civil desde una perspectiva masculina: las batallas, las trincheras, los paseos... etc. Por el contrario, aquí la guerra se nos cuenta desde el punto de vista de la desesperación de unas mujeres que ven como sus padres, sus maridos y sus hijos son apartados de ellas, a veces para siempre: la impotencia frente a las injusticias, sobre todo aquellas perpetradas después de la contienda, los ajusticiamientos, las visitas a la cárcel, las desgracias y los racionamientos y las penalidades de los años del hambre. Sin embargo, es en esos momentos cuando la narración da un giro a la primera persona y nos encontramos a una niña que nos cuenta, desde su mirada atenta, aquellos años terribles, insertando también algunas historias que sus mayores le cuentan. A través de sus ojos infantiles asistimos al drama colectivo de la posguerra, pero también a los juegos de los niños del pueblo, las trastadas y anécdotas de casa. Vemos a Lourdes crecer: sus primeras experiencias laborales, sus primeros pretendientes, su noviazgo y su boda. Observamos la Granada de la época: sus medios de transporte, sus costumbres y sus clases sociales, todo ello en la voz de una niña con un carácter muy suyo y sus propias ideas. 

En conclusión, el valor de este libro, en mi opinión, reside en su pericia narrativa, su sencillez expresiva y en haber sido escrito con el corazón. En una entrevista para Canal Sur TV, la ya octogenaria Lourdes Hernández Martín confesaba que, a sus años, le había costado trabajo terminar de escribir este libro, pero que se sentía «con una misión cumplida». Desde luego, no puedo estar más de acuerdo. Donde se ponga una abuela, que se quite Houellebecq.