Reseña publicada en: http://www.culturamas.es/blog/2013/05/14/el-tiempo-menos-solo/ |
El tiempo menos solo
Abraham Gragera
Pre-Textos, 2012.
La
primera consecuencia de la reciente publicación de El tiempo menos solo, de Abraham Gragera, es que su anterior
entrega, Adiós a la época de los grandes
caracteres, ha pasado de pronto a convertirse casi en un poemario de
juventud –aunque de una juventud que muchos envidiarían. Pues a pesar de que
este nuevo título viene a confirmar las altas expectativas levantadas por su
primera publicación, y a pesar de que reconocemos también su tono personal, ahora
Gragera parece haber querido llevarse la contraria entregando una obra que
recuerda la aspiración a la gran poesía,
a la construcción de un discurso de profundas raíces en la historia, en la poiesis. La tradición grecolatina, la
judeocristiana, los lugares comunes de la antigua literatura castellana, junto
a la literatura moderna y la disposición elocutiva –tan escéptica, tan irónica
y fragmentada- de un sujeto posmoderno vienen a fraguar este intento –a mi
parecer, logrado- de forjar un discurso equidistante de aquellos puntos
eliotianos de referencia, lo temporal y lo intemporal, que constituyen una
tradición. Esto solo es posible gracias a que el autor ha decidido escribir su
poemario pensando en un lector que se parece mucho a él; un ejercicio de
honestidad y riesgo -dado que pocos lectores compartirán sus claves- que no
podemos sino agradecer.
La
lectura se abre con una anónima dedicatoria, seguida de una cita de Tagore que
recuerda a aquella otra famosa de Pessoa (“tengo en mí todos los sueños del
mundo”) pero con un matiz “cuántico”: el de la simultaneidad de lo no-acaecido
(“yo llevo en mi mundo en flor los mundos todos que fracasaron”) para a
continuación ofrecer un primer verso que nos sitúa ya ante el tono general de
este libreto: una épica irónica,
carente de todo epós heroico, una
textura de continuos sentidos solapados y contrapuestos donde la focalización
hacia el origen se realiza con el ánimo revisionista de quien desde la
incredulidad más afilada pone en cuestión incluso el soporte mismo (y mítico) de
la creación -en el principio era el Verbo-
y de la poesía: “Pero también perdimos la palabra”. Así pues, nada más
paradójico que cuestionar el propio género poético desde un poema, y no es otro
el ejercicio que Gragera realiza a lo largo de estas páginas, empezando por
este “Los años mudos” en el que quizá podríamos leer también una crítica velada
a algunas prácticas concretas:
“Me pregunto por qué pasó de largo la
poesía/ frente a nuestros intentos de adquirir dominio público, y nos dejó de
este modo, imaginando/ con tanta imprecisión tragedias generalmente aceptadas,
por los que sufren y por los que persiguen/ transformar sus asuntos en
ejemplos.”
Este
mirar de reojo hacia adelante y atrás al mismo tiempo (“Porque en nuestro
futuro no hay memoria/ y somos el futuro de todo lo que está a nuestras
espaldas.”) se reproduce técnicamente mediante un juego de continuos
encabalgamientos semánticos, verdadera disrupción contradictoria del sentido:
por qué no basta
el simple amor porque las cosas
sean
incapaces de aceptar el yugo
Otra
forma de solapamiento encontramos también en el nivel métrico. Veamos, por
ejemplo, cómo en el poema “Diciembre” los largos versículos se sostienen en el
módulo rítmico dolce (es decir, son
susceptibles de dividirse, en general, en heptasílabos o endecasílabos) y cómo
en su primera estrofa dos potenciales unidades métricas vienen a competir por
un mismo acento:
De esta última luz, sus lugares
comunes, de cómo nos sorprende todavía tomando decisiones para pertenecer, cómo
acostumbra a devolver su carga de dolor a cada gesto, sus lugares de origen,
hemos hablado tanto
Donde
el acento en “carga” está doblemente cargado
de un posible acento de décima para el sáfico “como acostumbra a devolver su
carga”, y de otro posible acento de segunda para el heroico “su carga de dolor
a cada gesto”, con lo que efectivamente en este punto la música se ralentiza o
satura con el peso de ambos, y podríamos interpretar también que con el peso de
ese “dolor de cada gesto” (forma), esos “lugares de origen” (tópicos), y ese “hemos
hablado tanto” (tradición).
Especialmente
lograda me parece la serie dedicada a “La oveja”, motivo inexcusable, pero anecdótico,
periférico, del género bucólico clásico, del locus amoenus paradigma del amor platónico, convertida, no sin
guasa -en lo que Bajtin llamaría una inversión carnavalesca- aquí en el centro
de miras. No he podido evitar recordar aquel episodio woodyalleniano en el que
Gene Wilder se enamora de una oveja.
Tampoco
falta la reflexión sobre la fractura romántica entre representación y subjetividad
que tan presente sigue en ciertos debates poéticos actuales: “quizá no sea tan
solo una cuestión romántica; después de todo, por qué no habríamos de soñar tal
vez/ con todo el mundo, el ancho mundo conocido repleto de desconocidos capaces
de sentir la más elemental añoranza,” Si bien el sentido de este texto también puede
tomarse en referencia a la cita inicial que comentábamos: “cómo recibirán a los
que mueren los que nunca llegaron a nacer, los que no hayan nacido cuando todo
muera; quizá no sea tan solo una cuestión romántica;” y lo más probable es que
no haya necesidad de elegir entre diferentes interpretaciones, sino plegarse a
su simultaneidad.
En
algunos momentos parece apoyarse en los hombros del último Juan Ramón, como en “Todo
en tu dentro,/ detrás del dentro tú/ de cada cosa.” o en “Que todo lo que
existe tiene un nombre para cada cosa que existe y existimos, porque las cosas
saben cada nombre/ que cada una de ellas nos ha dado.” Y hallamos también algún
guiño evidente a T. S. Eliot, pero la mayor parte de las influencias de Gragera aparecen diluidas, incorporadas a la voz de
quien ha sabido asimilarlas y hacerlas parte de su propia poesía, si bien -y
esto es solo una impresión personal- el tono de pasajes concretos me recuerda al
de algunos poetas contemporáneos, como Carlos Pardo o Juan Carlos Reche, cuya
vinculación literaria y de amistad con Gragera es de sobra conocida.
Y
habría mucho más que decir, pero no es este el lugar para un análisis
exhaustivo. En conjunto, esta extraña textura, sublime y subliminal, como un
juego barroco de claroscuros, donde se cita a Polifemo y a Rembrandt, pero
también a Bach, junto a Ulises o a Job, sin abusar del academicismo ni caer en el
culturalismo, sino tendiendo más bien a un conceptismo elegante y aliterado
-aunque a veces le dé también una vuelta a la tuerca gongorina: “parece que la
noche toda es boca”- abundante en paradojas encabalgadas, pero que busca
también el equilibrio –un equilibrio impostado, voluntariamente forzado para
subrayar su artificiosidad-, mediante la regularidad compositiva de muchos
poemas centrales, como el titulado, en grandes caracteres: “La poesía”, o la anacrónica sextina “Los insomnes” que
concluye estas páginas con una muestra más de lo que Dubois denomina “el
refuerzo de los marcos formales”, ese recurso típicamente manierista donde el
juego por el juego lingüístico mismo no consiste en una mera demostración de
ingenio, sino en el alejamiento de lo unívoco o absoluto mediante una puesta de
relieve de los relieves, es decir, mediante la multiplicación de los sentidos, la repetición, lo ambiguo, lo
sensorial, lo difuso. Citaré uno de mis versos favoritos: “la persona se nos
fue adhiriendo al rostro.”