blog de Jorge Díaz Martínez

sábado, 18 de mayo de 2013

El tiempo de Abraham Gragera


Reseña publicada en: http://www.culturamas.es/blog/2013/05/14/el-tiempo-menos-solo/



El tiempo menos solo
Abraham Gragera
Pre-Textos, 2012.



La primera consecuencia de la reciente publicación de El tiempo menos solo, de Abraham Gragera, es que su anterior entrega, Adiós a la época de los grandes caracteres, ha pasado de pronto a convertirse casi en un poemario de juventud –aunque de una juventud que muchos envidiarían. Pues a pesar de que este nuevo título viene a confirmar las altas expectativas levantadas por su primera publicación, y a pesar de que reconocemos también su tono personal, ahora Gragera parece haber querido llevarse la contraria entregando una obra que recuerda la aspiración a la gran poesía, a la construcción de un discurso de profundas raíces en la historia, en la poiesis. La tradición grecolatina, la judeocristiana, los lugares comunes de la antigua literatura castellana, junto a la literatura moderna y la disposición elocutiva –tan escéptica, tan irónica y fragmentada- de un sujeto posmoderno vienen a fraguar este intento –a mi parecer, logrado- de forjar un discurso equidistante de aquellos puntos eliotianos de referencia, lo temporal y lo intemporal, que constituyen una tradición. Esto solo es posible gracias a que el autor ha decidido escribir su poemario pensando en un lector que se parece mucho a él; un ejercicio de honestidad y riesgo -dado que pocos lectores compartirán sus claves- que no podemos sino agradecer.


La lectura se abre con una anónima dedicatoria, seguida de una cita de Tagore que recuerda a aquella otra famosa de Pessoa (“tengo en mí todos los sueños del mundo”) pero con un matiz “cuántico”: el de la simultaneidad de lo no-acaecido (“yo llevo en mi mundo en flor los mundos todos que fracasaron”) para a continuación ofrecer un primer verso que nos sitúa ya ante el tono general de este libreto: una épica irónica, carente de todo epós heroico, una textura de continuos sentidos solapados y contrapuestos donde la focalización hacia el origen se realiza con el ánimo revisionista de quien desde la incredulidad más afilada pone en cuestión incluso el soporte mismo (y mítico) de la creación -en el principio era el Verbo- y de la poesía: “Pero también perdimos la palabra”. Así pues, nada más paradójico que cuestionar el propio género poético desde un poema, y no es otro el ejercicio que Gragera realiza a lo largo de estas páginas, empezando por este “Los años mudos” en el que quizá podríamos leer también una crítica velada a algunas prácticas concretas: “Me pregunto por qué pasó de largo la poesía/ frente a nuestros intentos de adquirir dominio público, y nos dejó de este modo, imaginando/ con tanta imprecisión tragedias generalmente aceptadas, por los que sufren y por los que persiguen/ transformar sus asuntos en ejemplos.”


Este mirar de reojo hacia adelante y atrás al mismo tiempo (“Porque en nuestro futuro no hay memoria/ y somos el futuro de todo lo que está a nuestras espaldas.”) se reproduce técnicamente mediante un juego de continuos encabalgamientos semánticos, verdadera disrupción contradictoria del sentido:


por qué no basta

el simple amor porque las cosas sean

incapaces de aceptar el yugo


Otra forma de solapamiento encontramos también en el nivel métrico. Veamos, por ejemplo, cómo en el poema “Diciembre” los largos versículos se sostienen en el módulo rítmico dolce (es decir, son susceptibles de dividirse, en general, en heptasílabos o endecasílabos) y cómo en su primera estrofa dos potenciales unidades métricas vienen a competir por un mismo acento:


De esta última luz, sus lugares comunes, de cómo nos sorprende todavía tomando decisiones para pertenecer, cómo acostumbra a devolver su carga de dolor a cada gesto, sus lugares de origen, hemos hablado tanto


Donde el acento en “carga” está doblemente cargado de un posible acento de décima para el sáfico “como acostumbra a devolver su carga”, y de otro posible acento de segunda para el heroico “su carga de dolor a cada gesto”, con lo que efectivamente en este punto la música se ralentiza o satura con el peso de ambos, y podríamos interpretar también que con el peso de ese “dolor de cada gesto” (forma), esos “lugares de origen” (tópicos), y ese “hemos hablado tanto” (tradición).


Especialmente lograda me parece la serie dedicada a “La oveja”, motivo inexcusable, pero anecdótico, periférico, del género bucólico clásico, del locus amoenus paradigma del amor platónico, convertida, no sin guasa -en lo que Bajtin llamaría una inversión carnavalesca- aquí en el centro de miras. No he podido evitar recordar aquel episodio woodyalleniano en el que Gene Wilder se enamora de una oveja.


Tampoco falta la reflexión sobre la fractura romántica entre representación y subjetividad que tan presente sigue en ciertos debates poéticos actuales: “quizá no sea tan solo una cuestión romántica; después de todo, por qué no habríamos de soñar tal vez/ con todo el mundo, el ancho mundo conocido repleto de desconocidos capaces de sentir la más elemental añoranza,” Si bien el sentido de este texto también puede tomarse en referencia a la cita inicial que comentábamos: “cómo recibirán a los que mueren los que nunca llegaron a nacer, los que no hayan nacido cuando todo muera; quizá no sea tan solo una cuestión romántica;” y lo más probable es que no haya necesidad de elegir entre diferentes interpretaciones, sino plegarse a su simultaneidad.


En algunos momentos parece apoyarse en los hombros del último Juan Ramón, como en “Todo en tu dentro,/ detrás del dentro tú/ de cada cosa.” o en “Que todo lo que existe tiene un nombre para cada cosa que existe y existimos, porque las cosas saben cada nombre/ que cada una de ellas nos ha dado.” Y hallamos también algún guiño evidente a T. S. Eliot, pero la mayor parte de las influencias de Gragera aparecen diluidas, incorporadas a la voz de quien ha sabido asimilarlas y hacerlas parte de su propia poesía, si bien -y esto es solo una impresión personal- el tono de pasajes concretos me recuerda al de algunos poetas contemporáneos, como Carlos Pardo o Juan Carlos Reche, cuya vinculación literaria y de amistad con Gragera es de sobra conocida.


Y habría mucho más que decir, pero no es este el lugar para un análisis exhaustivo. En conjunto, esta extraña textura, sublime y subliminal, como un juego barroco de claroscuros, donde se cita a Polifemo y a Rembrandt, pero también a Bach, junto a Ulises o a Job, sin abusar del academicismo ni caer en el culturalismo, sino tendiendo más bien a un conceptismo elegante y aliterado -aunque a veces le dé también una vuelta a la tuerca gongorina: “parece que la noche toda es boca”- abundante en paradojas encabalgadas, pero que busca también el equilibrio –un equilibrio impostado, voluntariamente forzado para subrayar su artificiosidad-, mediante la regularidad compositiva de muchos poemas centrales, como el titulado, en grandes caracteres: “La poesía”, o la anacrónica sextina “Los insomnes” que concluye estas páginas con una muestra más de lo que Dubois denomina “el refuerzo de los marcos formales”, ese recurso típicamente manierista donde el juego por el juego lingüístico mismo no consiste en una mera demostración de ingenio, sino en el alejamiento de lo unívoco o absoluto mediante una puesta de relieve de los relieves, es decir, mediante la multiplicación de los sentidos, la repetición, lo ambiguo, lo sensorial, lo difuso. Citaré uno de mis versos favoritos: “la persona se nos fue adhiriendo al rostro.”    



lunes, 13 de mayo de 2013

La rasgadura de los envoltorios: "Rasguños", de Nieves Chillón




Nieves Chillón
Rasguños
Vitruvio, 2013



Nieves Chillón nació en Orce (Granada), en 1981, y actualmente trabaja como profesora de secundaria en un instituto de Huéscar (también Granada), donde reside. Aunque esta información no sea necesaria para entender y disfrutar de su poesía -que no es poesía rural-, no he podido dejar de preguntarme si dicho medio no alcanza, como una suerte de influencia telúrica, también a su poesía. No en vano, sus poemas, del primero al último, están llenos de tierra, y cuando ésta no aparece directamente, aparecen las raíces, los troncos o las ramas que somos. Pero, ¿cuál el territorio al que se refiere Nieves? Es la tierra de aquí, pero también la de allí -como nos dice, citando a Mahmud Darwish. Es la tierra en abstracto, pero también en concreto. Es la tierra el origen, pero también el fin. Y es la tierra, en definitiva, la patria, el hogar, la identidad y el yo, pero también el mundo, la intemperie, lo comunitario y el tú. Además, como se sabe, también es la tierra el símbolo de lo femenino, en contraposición al celeste masculino: “El diente convertido en hombre/ que al nacer y morir rompe la tierra.” La muerte como sexo, y el sexo como herida, pero también como alumbramiento. Porque en estos poemas, y creo que estarán de acuerdo con ellos, la vida se convierte en un proceso de cicatrización y de renacimiento, y la propia poesía se parece en muchas ocasiones a un poco de sangre, ocre como la tierra, que seca y cicatriza. “Quédate junto a mí como si fuera árbol/ cuando yo soy de carne y cicatrices.”, nos dice. Aprender a vivir es aprender a sanar y, como buena alquimista de los versos, Nieves ha decidido cicatrizar en poemas. 

Permítanme hacer otro juego de palabras, esta vez a partir del apellido de Nieves. Nieves se apellida Chillón, y podemos decir que, al igual que El grito, de Munch, y el Aullido, de Ginsberg, Nieves chilla, nos dice que le duele la garganta de tanto hacerlo, y su chillido es matemático y melódico, medido y meditado, calculado, compuesto y descompuesto. Y es que aquí incluso el amor, como nos describe en el poema “Desigual”, parece una cuestión de aritmética. Es en esta cualidad donde reside, según convenimos, la diferencia entre el desahogo automático de una fiera enjaulada y la re-creación artística de ese ángel enjaulado en una hoja de papel, o de ese pájaro humano que tiembla ante una pared blanca, de los que nos habla Nieves. Su chillido, por tanto, busca la perfección, y mediante este método su artificio logra eso tan codiciado que suele denominarse naturalidad. Sus poemas, cuajados de metáforas, han alcanzado de alguna manera el estado de voz propia, como ese cuarto propio de Virginia Woolf, porque todo escritor conoce que su auténtica casa no se construye con cemento y ladrillos, así que Nieves no ha alquilado ningún apartamento, Nieves ha construido su hogar en sus heridas: esta es la voz de Nieves, aquí vive, en este libro abierto. Ella es la muchacha pelirroja que escribe en un aeropuerto, ella es la mujer en cuya espalda una mano dibuja constelaciones y la mano del dios que las dibuja, ella es esa Venus pelirroja que renace de la espuma del baño y la niña que alcanza un orgasmo de cielo encadenada al eje de un columpio.

Esa imagen, tan frecuente en Alejandra Pizarnik, de la poesía como cicatriz, sumada al concepto del carácter humano también como consecuencia o cicatriz de las experiencias vividas, creo que explica muy bien la elección del engañoso título de este poemario: Rasguños. Una elección acertada porque en la aparente sencillez de su significante se camuflan los semas de ambas nociones: el de la herida o rasgadura y el del carácter o rasgos. Rasguños puede leerse, incluso, como un diminutivo afectuoso de rasgos. A Baltasar Gracián, siempre dispuesto a embarazar el verbo, le encantaría este título que oculta y muestra a la vez, en un mismo vocablo, un doble significado cuyas ideas también se relacionan: la poesía como carácter y el sujeto como herida.

¿Cuáles son esas heridas, esos rasguños, de los que nos habla Nieves? O dicho de otra manera, ¿cuáles son los rasgos de la poesía de Nieves Chillón? Podríamos contestar citando a Miguel Hernández, pero a sus tres heridas (la de la vida, la de la muerte y la del amor) habría que sumar una cuarta, que es la herida de la religión. Todas ellas se resumen en la herida del tiempo, que es la de la infancia o inocencia pérdida, que es también la de la pérdida de las nociones platónicas o idealizadas del amor y de la divinidad. Los poemas de este libro son la rasgadura del envoltorio cultural con el que nos vistieron en la infancia. Por eso en ellos Dios es ese niño-amante al que dirigir nuestras plegarias, un amante aristotélicamente sensual y al alcance del tacto, pero no por ello menos divino. 

Me acabo de referir al “envoltorio cultural”, y es que en estos poemas se reitera el índice hacia el triunfo posmoderno de las superficies, de las envolturas que todo lo cubren y metamorfosean como compensación ante el profundo vacío de las ya mencionadas heridas. Y el símbolo elegido por Nieves es el de una superficie desechable. No deja de ser gracioso, además, que el mismo objeto físico del libro venga ofrecido por la editorial Vitruvio dentro de un envoltorio de plástico transparente. Son las bolsas, las omnipresentes bolsas. El sujeto como bolsa y la cultura como bolsa que ahoga y homogeneiza. “Mi ropa interior va dentro/ de una bolsa de papel/ de color rosa,” nos dice, y el sujeto deviene, al igual que en un juego de muñecas rusas, en la acumulación de sucesivos envoltorios. O el poema titulado, directamente, “Bolsa de plástico”, que dicta: “los escupideros de los coches/ aman las bolsas/ medusas que ahogan/ a las medusas verdaderas/ y a los niños desobedientes.” Recordemos que en la mitología clásica, la medusa es esa semi-divinidad que no es posible mirar directamente, sino bajo pena de convertirse en piedra. En el poema de Nieves, la bolsa se convierte en una medusa de playa, podemos verla ondulando bajo esa otra superficie de las aguas y atrapando en su interior a la medusa verdadera, es decir, a la de la Naturaleza con mayúsculas. Al contrario que la figura mitológica, esta medusa de plástico, la bolsa posmoderna, goza de una abrumadora preeminencia visual, pero posee también, al igual que aquella, la misma capacidad de petrificación o de estandarización: la subjetividad y la individualidad de la infancia desobediente ha de someterse al poder de las convencionalizadas envolturas. 

En oposición a dicha homogeneización cultural, la infancia aparece como ese gran territorio conflictivo, conflictivo porque es una dimensión perdida pero a la vez presente, capaz de desdoblar nuestra prosaica cotidianidad en una afortunada realidad disfuncional, y en muchas ocasiones nuestra única bolsa salvavidas en un entorno de bolsas a menudo cargadas de pesadas piedras como palabras -parafraseando de nuevo a Nieves-. Además, la infancia es también aquí un territorio conflictivo porque el mismo solapamiento de espacios y tiempos conduce a la perversión de la antigua inocencia, de manera que Dorothy, la niña protagonista de El Mago de Oz, pasa a ser una voz con la que conversar en noches de alcoholemia, una voz que te pide lo imposible, es decir, que mantengas a salvo, resguardado, ese universo de ensueño, cuando la confusión entre ambos mundos, adulto e infantil, es ya un hecho consumado, consumido y reproducido aquí en forma de poema.  

La última y breve composición, titulada “Paisaje final”, ilustra de manera muy nítida la clásica oposición platónico-aristotélica, como metáfora de la metamorfosis vital que supone la sustitución de unos valores celestes por la superficialidad tangible y perecedera de ese polvo rojizo u ocre, que cubre, envuelve y tiñe nuestra naturaleza, y para el cual los cielos ya no sirven de espejo, si no es a condición de mezclarse, fragmentados lo mismo que el sujeto que en ellos se adivina, entre el resto de trozos de la tierra.