blog de Jorge Díaz Martínez

martes, 11 de mayo de 2021

Ciento cuarenta y cuatro cuentas de colores. «Escribiendo mandalas», de Jorge Díaz Martínez, por Eduardo Chivite Tortosa.

 Reseña aparecida en Culturamas el 11 de mayo de 2021. 


Ciento cuarenta y cuatro cuentas de colores.

Por Eduardo Chivite Tortosa.

   La belleza del objeto libro, en este caso, no es una casualidad o solo amor por la edición cuidada. Responde a la delicadeza del editor, Martín Lucía, la cual dialoga con esta nueva propuesta poética de Jorge Díaz Martínez (Córdoba, 1977), quien se libera de la idea constringente de poesía, entendida como una concepción poética o estética. Para el autor es algo más profundo, que no se manifiesta en debates ideológicos, sino en un uso del lenguaje, un deseo de avanzar en la búsqueda y experimentación de formas expresivas. Si en poemarios anteriores recorrió líneas vinculadas con lo libresco (La piel de la memoria, Visor, 2005), lo experiencial (Almizcle y tabaco, Pre-Textos, 2006) y lo intelectivo (Transbordo. Poemas del metro de Barcelona, La Garúa, 2012), ahora en Escribiendo mandalas (Ediciones en Huida, 2021) se inclina hacia lo espiritual en el arte. En su prólogo desvela que, durante su estancia en China, observó cómo los mandalas se encontraban en multitud de elementos cotidianos “y no demoré mucho en plantearme su proyección literaria”.

El autor advierte desde el principio que “mandala” significa “círculo”, en sánscrito, pero también que en el Tíbet se combinan con el cuadrado. Menos conocido, quizá, que los mandalas de arena de colores, destinados a ser algo meramente momentáneo, son los que albergan las estupas tibetanas, que constituyen una representación arquitectónica del propio edificio. Efectivamente, cualquiera puede comprobar ―con Google Maps― que toda estupa, vista desde el cielo, es una combinación de círculos y cuadrados concéntricos.

Las citas de C. G. Jung y de Herman Hesse, que encabezan el poemario, son como un diálogo con el autor, una cuenta de colores dejada sobre la mesa… Jorge Díaz nos confiesa que ha “querido componer un pequeño e imperfecto glasperlenspiel”. Hesse escribió una novela con dicho título, “juego de abalorios”; una metáfora, más bien imagen, de cómo los teóricos denominan aquellas obras que pretenden ser un discurso a la vez lúdico e intelectual, abstracto y sin pretensiones: un divertimento, tal vez, pero con contenido. ¿Y qué es la poesía a veces, sino eso? ¿Qué es para el escritor, que ha sentido y sabe lo que quiere decir? ¿Qué necesidad real tiene de engarzar palabras, de crear símbolos de unidad? Esos símbolos que llamamos poemas y otros llaman mandalas, o quizá “símbolos o combinación de símbolos” que nos llevan “al centro mismo, al misterio, a la entraña del mundo” (H. Hesse).

Jorge no va a recurrir a escribir poemas con forma circular o rectangular, no. Se trata de algo más armónico: el sonido. Esta formulación literaria del mandala será silábica. Ciento cuarenta y cuatro silabas constituyen el eje de unión de estos poemas: un juego, sí, pero con significaciones. Ciento cuarenta y cuatro sílabas dispuestas de forma diferente. No son las mismas sílabas, de igual modo que los monjes no usan los mismos granos de arena. Pero el sonido, la cantidad, la extensión (que no su forma o su significado) son idénticos, como un mantra al oído, como una métrica vista desde el cielo. El poeta lo advierte: “el cuadrado de doce” (122). Esta expresión también es polisémica, ofrece información a la vez que la calla. Doce es un número simbólico, casi todos los ciclos se rigen por dicho número: la esfera del reloj, los signos zodiacales, los apóstoles, los caballeros de la mesa redonda. El problema de la cuadratura del círculo ha obsesionado a matemáticos y filósofos desde su planteamiento en la Grecia clásica, y es también una expresión para referirse a un empeño infructuoso, a la par, que, igualmente, a una de las formas ideales.

El objeto libro (195 x 195 mm) y las ilustraciones de María Ortega Estepa (Córdoba, 1983), a menudo como anillos concéntricos de árboles; constelaciones en las esferas celestes o relojes sin números (apenas) ni manecillas, y el ciclo de las plantas, remiten también a este juego no tan superficial de un mandala-libro, como quiso Cortázar, a quien también se cita en estas páginas. Algo más, como decía, que una mera cuestión estética o amor por la edición. Especialmente significativo es que cada poema ocupe una sola página, para poder ser contemplados desde arriba, desde el cielo, pero también la carencia de títulos, que romperían esta concepción de círculo inscrito.

Ya dentro, los poemas no responden a esfuerzos por trasformar la simbología secreta de estas formas rituales en temas o términos espirituales; los granos de arena de colores son solo eso: palabras o temáticas habituales del poeta. El poema “Sobre el Manual de estudios literarios” ―declaración de intenciones a este respecto―, me recuerda a La piel de la memoria. El estilo indirecto, narrativo, de “Dices que somos las palabras que dicen”, donde los personajes hablan directamente entre ellos, a los versos de Almizcle y tabaco. Y, sin duda, el sonido del mar en Barcelona de los versos de Transbordo vuelve a escucharse en “LA nuit, la playa de la Barceloneta” o “La chica de los flyers”.

Desde las coordenadas de este juego silábico y concéntrico se vuelve metapoético: “El dibujo se convirtió en escritura. / El trazo halló su instrumento”. Y el poema que sigue, “Para leer correctamente este mandala”, parece jugar irónicamente con la meliflua voz de fondo de un monitor de yoga que dirige una meditación, y constituye, no obstante, un verdadero manual para leer: “atender sencillamente / a la abstracción del sonido”. Me gusta especialmente, “Una casa en el bosque, cerca de un lago”, compuesto con versos dodecasílabos y tres cuartetas, y que remite a una anécdota del psiquiatra Carl G. Jung, investigador de estos símbolos circulares, quien viviendo en la casa que él mismo construyó, la Torre de Bolligen, fue visitado por ánimas perdidas. El ajedrez, la vía láctea, las escalas musicales (“Las palabras también siguen un orden”), palabras como ladrillos (o como un tallo, en las ilustraciones de María), collages…, son realidades, todas ellas, que remiten al mandala. Veintiocho poemas en total, tantos como el ciclo lunar, casualidad tal vez.

Estos y otros, que se me antojan un destello de algo por venir, un toque de estilo algo más personal, quizás en otro libro, uno futuro, no lo sé. Y es que guarda secretos este libro que son solo para los ojos que los miran, o para aquellos que los cierran y, en su defecto, solo escuchan.