blog de Jorge Díaz Martínez

miércoles, 22 de agosto de 2012

La noche que pasamos recordando a Lorca

Fue la noche del 19 de agosto de 2012, en realidad una noche después de la fecha de su paseíllo, que fue la madrugada anterior, pero no importa, los sábados la gente está a otra cosa y nosotros íbamos a lo nuestro: a Lorca. Salió todo tan bien que me gustaría tenerlo grabado, pero al menos os dejo algunas fotos que robaré de facebook. Quiero agradecer a todos los que hicieron posible una noche tan especial su colaboración, a Carlos y al Burlesque, al público que abarrotó la sala y a los poetas que nos entregaron lo mejor de sí mismos en honor a Federico, porque si fue posible organizar un acto en un plazo tan breve de tiempo fue solamente por el amor que todos le guardamos, un amor que brilló en escena y nos hizo pasar una velada alegre y sorprendente. Estará feo decirlo, pero digo que si antes del recital me hubieran dicho lo bien que iba a salir todo no lo hubiera creído, pero salió mejor. Para mí el acto encierra una pequeña historia que conté en la presentación, y que resumo aquí en la medida que la pereza del verano me lo permita: hace dos años estaba sentado en una terraza del Parque del Príncipe con Miquel y Raquel y creo que el hermano del Raquel, no lo recuerdo, era agosto y se pusieron a hablar del tema recurrente de la muerte de Lorca mientras yo observaba la conversación sin implicarme. Cuando llegué a mi casa o al día siguiente escribí un poema sobre ello, un poema de un libro que espero publicar alguna vez. Y dos años después, en Córdoba, era agosto y estábamos sentados en una terracita, en una mesa de los Chamacos con Angi, Juanma y Andrés, y gracias a ese poema que escribí me acordé de que estábamos en agosto y de que en este mes fusilaron a Lorca y al día siguiente lo miré en la wikipedia y vi que faltaba una semana y que nos daba a tiempo a celebrar el homenaje que le debíamos. Y todo sucedió como la seda. Y en una semana tuvimos un homenaje encantador, con su improvisación final incluida cantando me la llevé al río pensando que era soltera pero tenía marido sonando a ritmo de blues. Y alguien me subrayó que ese final reflejaba el espíritu de mi presentación, en la que recordaba como la madre de Bernarda se quitaba el traje de luto para ponerse el de boda, y por eso habíamos venido no a celebrar la muerte, sino la vida.


Yo

Jesús Leirós León

Antolín Amador
Rafael Antúnez

Sara Toro y Juanma Prieto
Ángela Jiménez

María González
José G. Obrero
Alberto Guerrero

Eduardo Chivite y Marta Merino
Chico Herrera






Andrés Rodríguez Santiago

Ana Castro

Sara Toro





Todas las foto son de José G. Obrero menos una de Salud Ortega Losada.


martes, 7 de agosto de 2012

Las cartas marcadas





Eduardo fue uno de mis primeros maestros literarios. Entonces coincidíamos en recitales nocturnos, entonces él había publicado solo un libro en una editorial que ya no existe. Hoy es un autor reconocido con varios poemarios en su haber y hasta un Premio de la Crítica. Yo le sigo guardando un especial afecto a ese primer libro suyo con el que descubrí una nueva manera de decir la poesía -durante muchos años lo guardé fotocopiado, hasta que casualmente lo encontré en una librería de viejo-. Puede que a esas alturas de 1996, cuando lo leí por primera vez, esa manera no fuera ya tan nueva, pero lo era para mí. Eduardo tendría algo menos de la edad que tengo ahora y el título del poemario, Las cartas marcadas, no me decía mucho. En cambio, ahora...


Argucias de la edad

Aún tienes veinte años, la vida por delante
para hacerte pirata o trapecista, 
buscador de tesoros en cuerpos como estatuas,
antropólogo en tierras tropicales, 
                                                           o al menos
un impecable agente de finanzas.

Puedes partirle a gusto la cara al enemigo,
decir que no a quien venga con un beso a estafarte,
recibir con modestia los aplausos,
                                                           o al menos
embarcarte a Bahía o Singapur.

Pero nunca te mires al espejo.
La calvicie insolente del tipo que te mira
pertenece tan sólo a un impostor.


Cálculo de daños

De niños era más simple la vida.
Había una frontera
que separaba al héroe del villano.
Tras la persecución, el desaliento,
las turbias peripecias y el temor,
el malo recibía su castigo,
el bueno se quedaba con la chica
y todo regresaba a su lugar
-al gusto de las madres
y como recomienda la taquilla.

De jóvenes las cosas se hicieron complicadas.
Había que jugar a transgredir
las normas recibidas
y hacerlo a plena luz, con un soberbio
fervor heterodoxo de iniciados.
Fue entonces cuando el límite aprendido
se convirtió en alambre de nuestras acrobacias.
El juego requería pulso firme,
inconsciencia absoluta del peligro,
jugar todas las bazas sin mirar
las cartas, mucha suerte.
Era una forma nueva de heroísmo.

De la dulce demencia de esos años
guardo un recuerdo ingrato.
Quizá la vaga culpa de ser superviviente
en un vasto escenario de fantasmas.
Y un inmenso rencor hacia la vida,
pues nadie vino entonces a decirnos,
cuando en la cuerda floja nos jugábamos
el todo por el todo,
que no había debajo red alguna,
sino la dura piedra, sus aristas,
un oscuro terror y un frío acero.

Ya no sé qué pensar. Es tan difícil,
ahora que soy serio y respetable,
poner cerco a la vida y extraer
una norma futura de conducta...
Sólo sé que deslumbra en el recuerdo
la existencia veloz, el riesgo, el breve
impacto de una boca, el corazón
agitándose inquieto a todas horas,
y que si por azar me fuese dado
el don de hacer del verso un arma mágica
traería de la muerte a Pepe, el yonqui,
acróbata sin suerte y un amigo
leal a su manera
                              y un fantasma.


Paradoja del tahúr

Yo deseaba ser aquel que soy.
Ahora quisiera ser quien me soñaba.
Daría estos renglones sin dudarlo
por recobrar las vidas que perdí.



Eduardo García
Las cartas marcadas
Libertarias, 1995.