Eduardo fue uno de mis primeros maestros literarios. Entonces coincidíamos en recitales nocturnos, entonces él había publicado solo un libro en una editorial que ya no existe. Hoy es un autor reconocido con varios poemarios en su haber y hasta un Premio de la Crítica. Yo le sigo guardando un especial afecto a ese primer libro suyo con el que descubrí una nueva manera de decir la poesía -durante muchos años lo guardé fotocopiado, hasta que casualmente lo encontré en una librería de viejo-. Puede que a esas alturas de 1996, cuando lo leí por primera vez, esa manera no fuera ya tan nueva, pero lo era para mí. Eduardo tendría algo menos de la edad que tengo ahora y el título del poemario, Las cartas marcadas, no me decía mucho. En cambio, ahora...
Argucias de la edad
Aún tienes veinte años, la vida por delante
para hacerte pirata o trapecista,
buscador de tesoros en cuerpos como estatuas,
antropólogo en tierras tropicales,
o al menos
un impecable agente de finanzas.
Puedes partirle a gusto la cara al enemigo,
decir que no a quien venga con un beso a estafarte,
recibir con modestia los aplausos,
o al menos
embarcarte a Bahía o Singapur.
Pero nunca te mires al espejo.
La calvicie insolente del tipo que te mira
pertenece tan sólo a un impostor.
Cálculo de daños
De niños era más simple la vida.
Había una frontera
que separaba al héroe del villano.
Tras la persecución, el desaliento,
las turbias peripecias y el temor,
el malo recibía su castigo,
el bueno se quedaba con la chica
y todo regresaba a su lugar
-al gusto de las madres
y como recomienda la taquilla.
De jóvenes las cosas se hicieron complicadas.
Había que jugar a transgredir
las normas recibidas
y hacerlo a plena luz, con un soberbio
fervor heterodoxo de iniciados.
Fue entonces cuando el límite aprendido
se convirtió en alambre de nuestras acrobacias.
El juego requería pulso firme,
inconsciencia absoluta del peligro,
jugar todas las bazas sin mirar
las cartas, mucha suerte.
Era una forma nueva de heroísmo.
De la dulce demencia de esos años
guardo un recuerdo ingrato.
Quizá la vaga culpa de ser superviviente
en un vasto escenario de fantasmas.
Y un inmenso rencor hacia la vida,
pues nadie vino entonces a decirnos,
cuando en la cuerda floja nos jugábamos
el todo por el todo,
que no había debajo red alguna,
sino la dura piedra, sus aristas,
un oscuro terror y un frío acero.
Ya no sé qué pensar. Es tan difícil,
ahora que soy serio y respetable,
poner cerco a la vida y extraer
una norma futura de conducta...
Sólo sé que deslumbra en el recuerdo
la existencia veloz, el riesgo, el breve
impacto de una boca, el corazón
agitándose inquieto a todas horas,
y que si por azar me fuese dado
el don de hacer del verso un arma mágica
traería de la muerte a Pepe, el yonqui,
acróbata sin suerte y un amigo
leal a su manera
y un fantasma.
Paradoja del tahúr
Yo deseaba ser aquel que soy.
Ahora quisiera ser quien me soñaba.
Daría estos renglones sin dudarlo
por recobrar las vidas que perdí.
Eduardo García
Las cartas marcadas
Libertarias, 1995.