Trafalgar.
Episodios nacionales.
Benito Pérez Galdós
No paran de salir libros, es una puta locura, y si sumamos los clásicos, doblemente locura ―aunque, al menos, el número de clásicos no aumenta exponencialmente. Vamos leyendo lo primero que nos cae en la mano, lo que anuncian los medios, nos regalan las amigas o nos pagan por leer. Pero a veces nos hacemos programas de lectura.
Una trampa tramposa que, si coarta de algún modo nuestra espontaneidad, ofrece a cambio la ventaja de acercarnos a sea lo que sea que nos haya llevado a confeccionar una lista de lecturas. Y entonces es cuando empezamos a leer la literatura: libros que son palabras de una historia, cada poemario una línea, cada novela un renglón. Nos jugamos la vida en nuestra lista, las horas de la vida que nunca volverán. La decisión resulta abrumadora, pero hay que ser valientes y asumir nuestra caducidad. El domingo pasado, escribía lo siguiente en mis redes sociales:
Dicen que hoy es el día mundial de la lectura. Actualmente, estoy leyendo nada más que un par de libros: una traducción de los sonetos de Shakespeare (algo ligero) y los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, que iré alternando con otras cosas. Entre tanto, trato de escribir mis reseñitas sobre los últimos títulos que sí he terminado, un poemario de Pablo García Casado y el primer episodio de Galdós. Cuando termine, me espera una lista de lecturas que alcanza como mínimo hasta el verano, y que engorda a un ritmo más veloz que con el que decrece. Así que cuando muera, mi lista de lecturas pendientes será más larga que nunca.
¿Quién tiene hoy tiempo de ser hidalgo? ¿Quién tiene hoy tiempo de leer prosa decimonónica? El caso es que estoy en ello. Y como digo, alternaré esta serie enciclopédica con otras cosas que vengan ―de mi lista o de fuera. Take it easy. Por ahora, he terminado el primero: Trafalgar.
Se llama Trafalgar en referencia a una famosa batalla que allí tuvo lugar, entre la escuadra inglesa y la alianza hispano-napoleónica ―Spoiler: nos dieron para el pelo. Al principio, el enfoque nos recuerda al de una novela picaresca ―y de hecho, Galdós nos hace un guiño al mencionar en la primera página al Buscón de Quevedo. Así pues, si Lázaro de Tormes le escribía a “Vuestra Merced” “para que se tenga entera notica de mi persona”, en este caso, Gabrielillo lo hace para “referir el gran suceso de que fui testigo”. Gabrielillo, el narrador, sale al mundo y en lugar de toparse, como marcan los cánones del género, con amos truculentos, logra entrar al servicio de una buena familia. Y a partir de ese momento la novela se pone cervantina.
El señor de la casa se llama Don Alonso Gutiérrez de Cisniega. Recordemos que, antes de volverse esquizo, Don Quijote se llamaba Don Alonso (¿casualidad? No lo creo). Y al igual que Don Alonso Quijano, Don Alonso Gutiérrez, a sus 70 años, capitán de navío ya retirado, sueña con tomar las armas, desbaratar entuertos, darle su merecido a los ingleses y restaurar la honra de la patria. Le acompaña una especie de escudero: Marcial ―aka Medio-hombre―, que, en lugar de frenar tales delirios bélicos, le echa más leña al fuego. La trama se completa con un poco de enredo sentimental, y ya está hecha.
Como siempre, lo
mejor de Galdós es el retrato de época, aunque aquí, claramente, está al servicio
de la puesta en valor de unos hechos patrióticos. Así que buena parte del relato
los personajes se dedican, de forma literal, a “contar batallitas” ―sea la de
Trafalgar, o alguna otra. En todo caso, me alegro de haber leído este clásico y, en efecto, voy ya por el siguiente episodio, La corte de Carlos IV.