No tengo ningún libro de uno de mis poetas favoritos, qué desastre. Recuerdo que leíamos en voz alta sus poemas, no muchos años antes de que fuera invitado a Cosmopoética y tuviéramos ocasión de conocerlo en persona. Como en tantas otras cosas, la madeja nos lleva hacia la biblioteca de Carlos Pardo y hacia unas ediciones de Pre-Textos, de ahí a reuniones en casa de Rafael Espejo, inundados de humo y de bohemia, leyendo de aquí y de allá, y un día, el entusiasmo por el descubrimiento de un "nuevo poeta" que Carlos nos había desvelado. Durante unos años fue el autor de moda y luego, su repentino fallecimiento. La importancia de conocer a los poetas en carne y hueso se relativiza cuando es una experiencia repetida, y sobre todo cuando es una ocasión superficial. Sirve para rehumanizar unas palabras impresas, para vincular lo ideal a lo carnoso. Y no es poco, pero eran sus versos -tinta, idea- los que nos detenían a admirarle. Y lo siguen siendo. Por eso, al pensar en Watanabe se me vienen primero a la memoria esas lecturas fuera del tiempo, no la anécdota de un apretón de manos, unas presentaciones breves, unas palabras fáticas. Esos versos que nacen de la carne, sin embargo.