A mis lecturas de los libros de los muertos se suma la saturación
editorial contemporánea: salen tantos libros buenos cada año, tantas listas,
que estar mínimamente al día de las novedades resulta inabarcable y
sobrehumano. Esto no es nada nuevo ―valga la redundancia―, pero dicha
imposibilidad se ha vuelto, si cabe, más pronunciada en las últimas décadas
debido ―perdón por la obviedad― a la expansión internáutica del campo
literario. Lo que para la Generación Z es algo natural, para los que venimos de
antes ha supuesto una auténtica explosión. Simplemente, hay más medios, más críticos, más
microeditoriales, más blogosfera, más Goodreads, más Wattpad, más bookstagram,
más booktok, más géneros, más podcasts y más ebooks. Ante tal multiplicación de la oferta disponible, el mercado en su vorágine
caníbal necesita crear necesidad, despertar la curiosidad de los lectores de
cada nicho literario a través de metatextos transmedia en los que se confunde
crítica y promoción, potenciando una forma de consumismo cultural en la que se
conjuga, en distintas proporciones, el valor artístico y sociológico de las obras con el propósito comercial de su venta. Así las cosas, nos vemos empujados a una falsa disyuntiva: leer mal o leer poco. Leer poco, por comparación con el
exhibicionismo acumulativo que se nos muestra; y leer mal, por leer rápido o
incluso no leer, sino anunciar con argumentos huecos y emotivos un volumen
exagerado de lecturas que en realidad no se han leído, porque nadie tiene
tiempo de leer bien esa cantidad de libros, pero de ojearlos sí. Al margen
de tanto ruido, a mí la única lectura que me interesa es la intensa, la
inmersiva, la vivencial o la meditativa, que puede ser más o menos fugaz o
prolongada, de una noche o de largo recorrido, pero nunca ese vistazo indigesto
de urgentes novedades o el ansia de quien sufre codicia intelectual. Aunque
también depende, pues no todos los libros merecen nuestra atención. En
cualquier caso, lo que quería decir es que este año (2025) han publicado muchos
de mis poetas y novelistas favoritos; parece que se hubieran puesto de acuerdo.
Tal selecto conjunto ha publicado poesía, traducciones, ensayos y novelas. Un
no parar. Lógicamente, no lo he leído todo, a veces por no haber tenido
tiempo y a veces porque Correos no ha querido. Pero sí he podido dedicarles una reseña en Cuadernos del Sur a un mínimo de ellos ―y a otros tengo pensado hacerlo. Pero, en todo caso, en
esta ocasión renuncio a revelaros mi club de predilectos, mi reguero de
lecturas satisfechas, pendientes o insatisfechas. ¿Semejante ejercido de subjetividad? Creo
que ya vamos sobrados de listas por este año. Por más que inevitables o incluso
convenientes (si fueran honestas), las listas de leídos y las listas de best-sellers son siempre sospechosas. Enrique Murillo, en Personaje secundario (2025), nos confiesa una anécdota sobre su
elaboración: cuando los redactores de la prensa cultural les preguntaban a los
libreros sobre los títulos más vendidos, estos les referían precisamente
aquellos que no se habían vendido para poder así, azuzando la avidez del comprador, librarse por fin de ellos. A propósito, este año se me han caído de
las manos algunos de los que salen en todos los suplementos. En el fondo, a estas alturas, más que las corruptelas del mercado, lo
que me da coraje es no ser omnipotente como lector, como Cortocircuito (1986). Sigo sumando ejemplares a la pila: la
etérea de los que sólo apunto y la física de los que superpongo, como decía
Umberto Eco, para que me hagan compañía. La pesadilla de Marie Kondo. Cuando
este otoño se incendió la casa de José Ortega Torres (que la tierra le sea
leve), un periódico apuntó un supuesto ‘síndrome de Diógenes’. No. Lo que pasa es que los
funcionarios que hicieran ese informe seguramente no estaban comprendiendo que la literatura
sí ocupa lugar y tiempo.
