blog de Jorge Díaz Martínez

martes, 21 de noviembre de 2017

Emerita Augusta



Hola, Guadiana. 












A la altura de Mérida, el Guadiana abre los brazos, dejando en medio una isla. Me sorprende acercarme a sus orillas levantando el vuelo de algún ave. La isla en un estado semi-vírgen, cuajada de senderos donde duermen los gatos y caminos de tierra para el running, pero no muy diferente a como debieron de pisarla las legiones. El largo puente romano cruza los dos caudales e incluye una rampa a un lado que desciende hacia la isla. Me adelanta un gitano en bicicleta. Quedo con Silvia en el templo de Diana y nos vamos de tapas. Hacen unos veinte grados centígrados otoñales. 


A la noche siguiente, voy al centro por la calle John Lennon. Las dependientas son simpáticas. Busco un cepillo de dientes en la calle Maestros. Luego me dejo llevar por Santa Eulalia, que está hasta arriba de gente paseando. El acento extremeño, que resuena a Andalucía, pero con su melodía característica, que a mí me resulta tan encantadora. Muchas pandillas de críos y ya de adolescentes corriendo de arriba abajo. Luego la plaza de España, que parece el patio de un colegio, rodeada de terrazas a rebosar (pienso que esto sería ahora imposible en Polonia) y restaurantes. Me dan ganas de decirle a alguien (no hace falta acercarse porque aquí apenas si se guardan las físicas distancias) la suerte que tiene de vivir aquí, en esta ciudad tan maravillosa, con aire de pueblo grande pero con autovías. Tan llena de vida y de esa familiaridad, esa tranquilidad que inevitablemente se pierde en las urbes muy infladas. Tanto como para parecerme inusual. Respirar de vuelta a casa que ya empieza a refrescar.