Conduciendo por la tortuosa
carretera que lleva a Víznar, no podía sino imaginarme lo terribles que
debieron ser esos últimos paseíllos. Tantas curvas y vueltas. Y alguien
deseando siempre, o bien que todo se acabe, o que aparezca otra vuelta. Primero llegamos a una cata arqueológica, una fosa común, donde una placa recuerda “Lorca eran
todos”. Arrojé una flor de papel y se quedó enganchada en la rama de un árbol.
Recordé estas palabras de Hauser: “cuando el artista chino o japonés pinta una
rama o una flor, su pintura no pretende ser una síntesis y una idealización,
una reducción y una corrección de la vida, como en las obras del arte
occidental, sino simplemente una rama o un capullo más del árbol real.”[1]
Una idea que encaja bien con el poema de Lorca adherido a la placa
conmemorativa:
Deja el duro
marfil de mi cabeza,
Apiádate de mí,
¡rompe mi duelo!
¡Que soy amor,
que soy naturaleza!
Sobre las fosas
comunes, nuevas placas recuerdan los apellidos de los que allí ocultaron: costureras, modistas, sus labores. Seguimos
caminando: los cencerros de las ovejas y el olor a romero (algunas matas ya en
flor) adornan el paisaje. Mientras hacemos un alto para merendar se escuchan
unos disparos: el sonido seco y largo como arrastrándose por la sierra. Le
pregunto a un abuelo que por allí aparece dónde queda el monolito. Seguimos por
la carretera y llegamos al parque Federico
García Lorca. Algunos visitantes se fotografían junto a los poemas. También
nosotros.
[1] Hauser,
Arnold. Historia social de la literatura
y del arte. Ed. Labor, Barcelona, 1992. Pg. 17.