Soy consciente de que una de las claves
de la salud es ajustar los propios ritmos biológicos a los ciclos de la naturaleza,
y si bien durante la mayor parte de mi crecimiento nunca he albergado
seriamente la intención de ceñirme a esta regla (pues desde infante la noche me
ha servido de despacho privado), hace ya algunos años que lo vengo probando con
relativo éxito. El tener un horario laboral, desde luego, ayuda
considerablemente, aunque tampoco es una garantía. Las obligaciones
estudiantiles, en cambio, son de otro costal. Durante mi época universitaria en
Granada (que ahora me regresa en forma de doctorado), cuando iba a visitarla,
mi abuela me echaba la regañina: “¡La noche es para dormir!”. Y yo le devolvía
la razón junto con una sonrisa, porque en el fondo no podía admitirlo, y es que
algunas de las mejores mociones de mi vida sucedían a horarios intempestivos.
Para empezar, la propia literatura, ya que desde muy niño adquirí el hábito de
llegar onírico al colegio, y a veces todavía con las pantuflas puestas, como
consecuencia de haberme gastado media noche alumbrando novelas intrigantes (recuerdo,
por ejemplo, las de El pequeño vampiro,
que devoré antes de pasar a géneros menos nobles). Con la edad adulta, o semi-adulta,
resultó que el vicio se fue agravando inevitablemente en relación directamente
proporcional a las obligaciones académicas o laborales. De manera que si la
literatura requiere cierto margen de tiempo material en el que zambullirse y
olvidarse, de cuantas menos franjas libres de criterio se dispongan más bocados
al periodo de sueño le daremos. Y esto plantea un dilema quijotesco ¿dormir o
leer? de aristotélicas concatenaciones. Cuando el reloj anuncia el comienzo del
día después del mediodía y la luz se evapora como sal de rocío, constatamos que
andamos de nuevo en la celada y sabemos, aunque no lo reconozcamos, del
peligroso bucle progresivo que puede llevarnos a dar como en noria de feria completamente
el giro a la jornada hasta amanecer de nuevo sonrosados y frescos en el turno
correspondiente de nuestras buenas siete de la mañana, pero catorce días
después. Cualquiera reconoce que es preferible reposar en franjas equivocadas a
no hacerlo, como cuando acudimos insomnes al sudor evangélico. Sin embargo, los
libros no serán los únicos culpables de este solapamiento. Quien dice literatura
dice cine o música o sexo o vapor (de varias variedades, se entiende). Y de
hecho, a algunos insomnes profesionales les basta con la contemplación de un
cigarrillo. No menciono el caso de los bebés para no profundizar en el asunto,
me refiero a otros trances. En resumen, el placer de pasar la noche en vela
disfrutando de un buen libro, una mala mujer o unos sabios amigos, eso que tan
profundamente se imbrica en nuestra consumación artística, es algo que se me
hace difícilmente incompatible con la buena salud, o todo lo contrario. Y si de
consumir literatura pasamos a producirla, mejor no hablamos. Con todo, yo
conservo en mi mente una suave querencia, que algunos meses se torna sincera melancolía,
por las mañanas despejadas, fragantes, el ejercicio físico diurno, aquella
ligera prisa matutina y la flagrante ayuda que presta a quien madruga Dios.